5.28.2012

2. Villa Candelaria

      A primera hora de la mañana, mamá y Alberto me acompañaron a la Estación del Norte y, después de facturar la maleta, se quedaron conmigo en el andén  para hacerme compañía hasta que el tren partiese. Mamá me entregó una bolsa con dos bocadillos para el viaje —uno de tortilla y otro de jamón—, y acto seguido procedió a impartirme una larga retahíla de recomendaciones y advertencias. Que fuera educado, que obedeciera a los tíos, que masticara la comida en vez de abrevar, que no me bañara en la playa si había bandera roja, que me abrigara por las noches, que la llamara si necesitaba algo, que me lavara los dientes todos los días...

      Creo que hubiera podido seguir así durante horas y horas, de no ser porque el silbato del tren reverberó en la estación anunciando su próxima salida. Entonces, mamá se abrazó a mí y, sin poder reprimir unas lágrimas, me dio dos besos y me recomendó que me cuidara mucho. Luego, para mi sorpresa, Alberto me pasó un brazo por los hombros y me llevó a un aparte. Pero no se trataba de un gesto de cariño fraternal; eso difícilmente podía esperarse de mi hermano, como quedó claro cuando me susurró al oído:
      —Escucha, capullo, si cuando vuelvas me traes unas bragas usadas de Rosa, te doy veinte duros.
      Me aparté de él y lo contemplé con franco desdén.
      —Estás más salido que un mono —le dije.
      Alberto sonrió de oreja a oreja.
      —Sí, chaval, pero este mono paga al contado.
      El silbato volvió a sonar. Subí apresuradamente al vagón y me asomé por la ventanilla justo cuando el tren se ponía en marcha. Mamá, de pie en el andén, agitaba una mano despidiéndose de mí, mientras que con la otra se enjugaba las lágrimas. Detrás de ella, Alberto me hacía muecas y gestos obscenos. Yo me quedé asomado a la ventanilla, diciendo adiós con la mano, mientras sus figuras se empequeñecían en la distancia. Luego, cuando se perdieron de vista, suspiré con un poco de tristeza y fui en busca de mi asiento.
      El viaje al Norte había comenzado.

  ***

      Poco cabe decir de aquel viaje. Pasé gran parte de la mañana leyendo una novela de ciencia ficción —Universo de locos—, y el resto de tiempo lo dediqué a mirar por la ventanilla, aunque el paisaje que se divisaba no mostraba más que una interminable sucesión de campos de cereales. De vez en cuando distinguía, a lo lejos, pequeños pueblos de teja y ladrillo, o tractores y cosechadoras faenando en los sembrados, pero el panorama que me acompañó durante la primera mitad del trayecto se parecía mucho a un mar de oro suavemente agitado por un oleaje de espigas.
      El tres paraba en cada estación o apeadero que encontraba en su camino, de modo que el viaje se me hizo eterno. Poco después del mediodía, cuando más apretaba el calor, me quedé dormido. Desperté un par de horas más tarde, con la boca seca, sintiéndome pegajoso y entumecido. Me levanté para ir al servicio; luego, le compré al revisor un refresco y regresé a mi asiento para dar buena cuenta de los bocadillos que me había preparado mi madre. Mientras comía, advertí que el paisaje había cambiado por completo. En aquel momento cruzábamos una zona montañosa plagada de bosques, muy diferente a la seca meseta de donde
habíamos partido.
      Pero eso sólo era un anticipo de lo que me esperaba. Una hora más tarde, conforme nos aproximábamos a las húmedas tierras del Norte, la vegetación se fue tornando cada vez más exuberante. Dejamos atrás las altas montañas y nos adentramos en una región salpicada de pequeños valles tapizados de hierba, un territorio boscoso surcado por numerosos ríos y arroyos. Poco después, comenzó a llover. Me sentí extraño. No recordaba que el Norte fuese tan verde y, acostumbrado a la aridez de Madrid, aquella densa vegetación, semejante a una selva, se me antojaba un paisaje del pasado, como si el tren fuera una máquina del tiempo que me condujera a la época en que los celtas aún poblaban las costas del Cantábrico.
      Finalmente, a media tarde, llegamos a la estación de Santander. Se suponía que mis tíos estarían allí, pero lo cierto es que no había nadie esperándome, así que recuperé mi maleta y me dispuse a aguardar. Poco a poco, el andén se fue vaciando de gente, hasta que me quedé solo. El rumor de la lluvia contra el techo resonaba monótonamente en la estación, confundiéndose con el lejano ronroneo del motor de una locomotora. Abrí mi novela, me senté sobre la maleta y me puse a leer.
      —¡Javier! —dijo una voz al cabo de unos minutos.
      Volví la cabeza y vi que un hombre se aproximaba a mí con paso rápido. Tendía unos cuarenta y cinco años, el pelo castaño claro, peinado hacia atrás, quizá demasiado largo, y lucía un cuidado bigote que le brindaba cierto aire de galán anticuado. Conforme caminaba, su negra gabardina ondeaba en el aire como la capa de un superhéroe. Era tío Luis.
      —Caray, muchacho, lo siento —dijo cuando llegó a mi altura—. Se me fue el santo al cielo y me olvidé de que tenía que recogerte. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
      —No, qué va, quince minutos o así.
      —Perdona, soy muy despistado. Anda, sobrino, dame un abrazo —me palmeó la espalda con energía; luego, se apartó de mí y, manteniendo sus manos sobre mis hombros, me contempló en silencio durante unos segundos—. Ahora debería decirte lo mucho que has crecido —prosiguió—, pero supongo que estarás harto de esa clase de comentarios, así que no diré nada. Vamos, tengo el coche ahí fuera. Déjame que te ayude con la maleta.
      Cuando salimos de la estación llovía a raudales. Tío Luis comentó que, hasta el día anterior, había hecho un tiempo excelente, pero no tardé en descubrir que eso era lo que siempre decían los norteños, aunque llevaran semanas padeciendo los rigores de una galerna. No obstante, apenas presté atención al clima local, pues al ver el coche de tío Luis me quedé con la boca abierto. Supongo que esperaba encontrar un utilitario normalito, pero el automóvil resultó ser un deportivo. Un Jaguar E, para ser precisos; de color negro, llantas cromadas y con un larguísimo morro que prometía un auténtico raudal de potencia.
      —Es precioso... —comenté tras acomodarme en el asiento del copiloto.
      Tío Luis sonrió, satisfecho, y acarició con la yema de los dedos la madera del salpicadero.
      —Sí que lo es. Se trata del modelo de 1961, el primero de la serie E. Motor de tres mil ochocientos centímetros cúbicos, tres carburadores y doscientos sesenta y cinco caballos de potencia. La verdad es que es mi ojito derecho.
      Tras decir esto, dedicó una mirada de amante al cuadro de mandos de su vehículo y giró la llave de contacto. El motor rugió con impaciencia, mi tío conectó los limpiaparabrisas, metió la marcha y, acto seguido, con un chirrido de neumáticos, arrancó a toda velocidad.
      Por decirlo de algún modo, tío Luis conducía como un loco. Abandonamos el aparcamiento en un suspiro, enfilamos hacia el Paseo de Pereda con un brusco derrapaje y, luego, todo fue aceleración y vértigo. Más tarde descubrí que el mar se encontraba a mi derecha, pero entonces ni siquiera lo vi; estaba demasiado ocupado en apretar los dientes y agarrarme al asiento. Durante el trayecto, mientras conducía dando bruscos volantazos y súbitas frenadas para sortear el tráfico, tío Luis no dejaba de hablar. Se interesó por la salud de mi padre y preguntó por mamá y por Alberto, pero yo apenas pude responder con monosílabos, pues tenía un Luis no dejaba de hablar. Se interesó por la salud de mi padre y preguntó por mamá y por Alberto, pero yo apenas pude responder con monosílabos, pues tenía un nudo en la garganta y la íntima convicción de que nos íbamos a estrellar en cualquier momento.
      Pero no nos estrellamos. Al llegar a la altura de la península de La Magdalena, giramos a la izquierda y, como una exhalación, pusimos rumbo hacia El Sardinero, la zona residencial donde vivían mis tíos. Afortunadamente, tío Luis redujo la velocidad al abandonar la avenida principal y adentrarse en el dédalo de callejas estrechas que se extendía por detrás de la primera línea de playa. Aun así, cuando llegamos a nuestro destino, detuvo el Jaguar con un brusco frenazo que me lanzó, primero, hacia delante, y después hacia atrás.
      Al bajar del coche las piernas me temblaban. La lluvia había menguado hasta convertirse en un suave chirimiri, pero el cielo seguía cubierto y oscuro. Mientras tío Luis abría el maletero para sacar mi equipaje, me quedé mirando la casa frente a la que nos habíamos detenido. Era un viejo edificio de tres plantas con una pequeña torre en la parte superior. La fachada, pintada de blanco y verde, gravitaba sobre un enorme porche sostenido por cuatro columnas cubiertas de
enredaderas. En la segunda planta, a izquierda y derecha, había dos grandes miradores acristalados. El caserón estaba rodeado por un amplio y bien cuidado jardín, con setos de arrayán, multicolores macizos de hortensias y tamarindos de enrevesada copa. Una valla de piedra rodeaba el terreno. En una de las jambas del portalón de entrada había una placa de bronce con un rótulo que rezaba: «Villa Candelaria».
      —Vamos, Javier —dijo tío Luis mientras echaba a andar hacia la casa cargando con mi maleta—. Adela estará deseando verte.
      Cruzamos la cancela y recorrimos el sendero de grava que atravesaba el jardín y conducía al porche. Así fue cómo, después de tanto tiempo, regresé a la casa de los Obregón. 
***

      Tía Adela se parecía a mamá, pero era mucho más guapa que ella. Tenía el pelo rubio, los ojos azules y un tipo fantástico, sobre todo teniendo en cuenta los
cuarenta y tantos años de edad que contaba por aquel entonces. Nuestro reencuentro siguió, puntualmente, todos los pasos establecidos por el Manual de Urbanidad
entre Parientes. Me dio dos sonoros besos, me abrazó, comentó lo mucho que yo había crecido, insistió en lo mismo, señalando que estaba hecho todo un
hombrecito, volvió a abrazarme, me preguntó por papá, por mamá y por Alberto, me interrumpió al instante, diciendo que ya hablaríamos durante la cena, volvió a admirarse de mi altura y me dio otro beso.
      Luego, me presentó al resto de la familia. Aquella tarde sólo estaban en casa Margarita, la segunda de las hermanas, y Azucena, la más pequeña. Marga me saludó con un apretón de manos y me contempló con cierta suspicacia, como si quisiera evaluarme antes de concederme su confianza. Era más guapa al natural que en foto, pero las gafas que usaba la hacían parecer un poco distante, como si aquellas lentes redondas fueran un escudo que la separara del mundo y de la gente. En cuanto a Azucena, cuando intenté darle un beso echó a correr y se refugió tras las faldas de su madre sin decir una palabra.
      —Es muy tímida —comentó tía Adela—. Pero ya verás lo simpática que se vuelve en cuanto se acostumbre a ti.
      Tenía razón. Azucena resultó ser encantadora y muy inteligente. El único problema es que tardó casi tres meses en acostumbrarse a mí.
      —Rosa ha salido. Ya la verás esta noche —prosiguió mi tía—. Y Violeta... En fin, cualquiera sabe dónde estará. Esa niña siempre anda a su aire, con la cabeza metida en un libro.
      —Bueno, basta de charla —la interrumpió tío Luis—. Javier debe de estar deseando descansar un poco. Anda, sobrino, ven conmigo; te enseñaré tu dormitorio.
      La segunda planta albergaba seis habitaciones y dos cuartos de baño. En el ala Norte estaban los dormitorios de mis tíos, de Azucena y de Rosa. Mi cuarto se encontraba en el extremo opuesto, detrás de las escaleras, entre los dormitorios de Margarita y de Violeta.
      Era una habitación de unos veinte metros cuadrados, con el suelo de tarima y una ventana que daba a la parte trasera del jardín. Había una cama de madera — muy antigua, pero con el colchón nuevo—, una mesilla de noche, una silla, una mesa y un viejo armario que olía a lavanda y naftalina. Cuando tío Luis me dejó solo deshice el equipaje, distribuí mis cosas en los diferentes estantes y coloqué mis libros sobre la mesa. Luego, me tumbé en la cama y estuve un rato sin hacer nada, con la mirada perdida en las molduras del techo.
      La atmósfera olía mucho a humedad, pero no era un aroma desagradable. Por el contrario, resultaba cálido y acogedor, como si el aire de Santander tuviera más consistencia que el de Madrid. Contemplé los cuadros que colgaban de las paredes —una marina y dos paisajes campestres— y me quedé escuchando el tabaleo de la lluvia. Y poco a poco, sin darme cuenta, me fui quedando dormido.
      ...
      Unos golpes sonaron en la puerta.
      —Javier —dijo una voz.
      Me desperté, sobresaltado, y salté de la cama.
      —¿Estás ahí, Javier? —insistió la voz.
      Parpadeé varias veces para espantar el sueño y abrí la puerta. Margarita estaba al otro lado del umbral. Dos chispas de ironía brillaban por detrás de sus gafas.
      —¿Estabas dormido? —preguntó.
      —No... Sí, creo que sí... ¿Qué hora es?
      —Las ocho y media.
      ¡Había dormido casi dos horas! La verdad es que llevaba todo el día aplastando oreja.
      —Dentro de una hora estará la cena —continuó Marga—. ¿Quieres que antes te enseñe la casa?
      Le dije que sí, pero lo primero que hice fue ir al cuarto de baño para echarme un poco de agua en la cara, pues aún me sentía un poco amodorrado. Luego
regresé junto a Margarita, que me esperaba al lado de la escalera, y comenzó la visita turística.
      —Arriba está la buhardilla y el torreón —dijo ella—, pero hay poca luz y mucho polvo, así que ya lo verás otro día. En esta planta están los dormitorios. Ese
es el mío; el de enfrente, el de Violeta; y ahí delante están el de Rosa, el de Azucena y el de mis padres. Ven, te enseñaré la planta baja.
      El edificio era más antiguo de lo que me había parecido al principio. Tenía los techos muy altos, los suelos de tarima y por doquier había viejas pinturas y antigüedades de toda clase.
      —La casa se construyó a principios del siglo diecinueve —me informó Margarita mientras bajábamos la escalera—, cuando los Obregón todavía formábamos parte de la plutocracia local. Algunos de los trastos que estás viendo tienen más de siglo y medio de antigüedad.
      Por aquel entonces no conocía el significado de la palabra plutocracia. Más tarde consulté el diccionario y averigüé que significa el gobierno de los más ricos.
También descubrí que Margarita era comunista, o algo parecido.
      El vestíbulo, muy amplio, estaba adornado con panoplias, escudos, un ajado tapiz e incluso una armadura un tanto herrumbrosa.
      —Esa escalera conduce al sótano —señaló Margarita—. Ahí tiene papá su taller. Se pasa el día construyendo chismes raros, así que procura no molestarle.
      A la derecha, según se entraba desde el porche, una puerta daba acceso al comedor. Era una habitación espaciosa, con un amplio ventanal y una inmensa mesa de roble sobre la que pendía una araña de cristal. Al fondo, otra puerta conducía a la cocina y a la zona de servicio. En el ala Este se encontraban las dos habitaciones más grandes de la casa: la sala de estar y la biblioteca.
      El salón, como todo en Villa Candelaria, parecía más un viejo museo que una vivienda. Los muebles, según margarita, eran de estilo Imperio, y de las paredes.
      El salón, como todo en Villa Candelaria, parecía más un viejo museo que una vivienda. Los muebles, según margarita, eran de estilo Imperio, y de las paredes colgaban decenas de cuadros pintados al óleo, casi todos ellos paisajes y bodegones, aunque también distinguí algún que otro retrato. Había una enorme chimenea de alabastro y tres grandes ventanales a cuyo través podía verse el jardín. En conjunto, aquella casa parecía rica y lujosa, pero se trataba de un lujo antiguo, no renovado con el paso de los años, un lujo que hablaba más del esplendor de otros tiempos que de la actual situación de la familia. Creo que fue entonces cuando comprendí con precisión lo que era la decadencia.
      Pero la mayor sorpresa me aguardaba en la última estancia que visité: la biblioteca. Era tan grande como el salón, pero los únicos muebles que allí había eran un escritorio, una silla un sillón de lectura. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas hasta el techo por una inmensa librería de cerezo, en cuyos estantes descansaban miles y miles de polvorientos libros antiguos. En la cuarta pared había un mirador de madera y cristales coloreados, una chimenea y un montón de cuadros, esta vez, todos ellos retratos.
      —Aquí tienes la galería de nuestros antepasados —dijo Margarita, señalando con un ademán la pequeña pinacoteca—. Mira, éste es Juan Nepomuceno Obregón. Fue el tipo que, durante el siglo dieciocho, amasó la fortuna de la familia. Era un pirata de mucho cuidado; deberían haber ahorcado, pero en vez de eso le nombraron Hijo Predilecto de la ciudad —suspiró con resignación y agregó: —Así es la justicia de los burgueses.
      El cuadro que señalaba Margarita mostraba el busto de un cincuentón de rostro redondo, mostacho y perilla, vestido con una levita negra en la que destacaba un cuello de encaje que el pintor había reproducido con maníaca minuciosidad. Estaba más bien gordo y sus porcinos ojillos expresaban una mezcla de altivez y mezquindad. Era exactamente la clase de tipo al que uno nunca le compraría un coche usado.
      Dediqué unos minutos a contemplar aquella galería de viejos retratos. Todos los hombres y mujeres que allí estaban representados habían sido miembros de la familia Obregón. Tíos, primos, hermanos, sobrinos, abuelos... Se me antojó un poco extraño tener ante mis ojos, en forma de cuadros, el linaje completo de los últimos doscientos cincuenta años de una familia. De hecho, eran tantas las pinturas que casi se me pasó por alto la más importante de todas.
      Se hallaba en un rincón, en el extremo más alejado de la biblioteca, perdido entre las imágenes de los antepasados menos importantes. Era un retrato no demasiado grande que mostraba a una mujer sentada, con las manos descansando sobre el regazo y la mirada perdida a su derecha. Era joven y muy hermosa, con los rubios cabellos recogidos en un complejo trenzado. Vestía un traje blanco, de encaje, a la moda de finales del siglo diecinueve, y el único adorno que llevaba era un collar de esmeraldas. Pero no fue la belleza de aquella mujer lo que me llamó la atención, sino la sutil expresión de tristeza que se advertía en su mirada.
      —¿Quién es? —pregunté.
      Margarita arqueó una ceja.
      —Beatriz Obregón —respondió—. La hermana de mi bisabuelo.
      Beatriz Obregón... Aquél era el nombre que mencionó mi madre cuando me enseñó el álbum de fotos. Pero también había dicho otra cosa, algo relacionado con un dios hindú.
      —¿Qué son las Lágrimas de Shiva? —pregunté.
      Margarita arrugó la nariz.
      —¿Quién te ha hablado de eso? —preguntó a su vez.
      —Mi madre. Pero no me contó nada, sólo me dijo que os preguntara a vosotros.
      —Pues tu madre debe de tener mucho sentido del humor —comentó con una sonrisa traviesa—. Mira, será mejor que no les preguntes a mis padres ni por Beatriz ni por las Lágrimas.
Beatriz ni por las Lágrimas.
      —¿Por qué?
      Margarita me contempló unos instantes con ironía, como si supiera algo gracioso que yo ignoraba. Entonces, antes de que pudiera contestarme, se escuchó el lejano repique de una campanilla.
      —Es mamá —dijo—. La cena ya está lista. Será mejor que vayamos al comedor —le echó un último vistazo al retrato de su antepasada y agregó—: En cuanto a mi tía-bisabuela Beatriz, el problema es que fue la ladrona de la familia y la culpable de la ruina de los Obregón. Por eso es mejor no hablar de ella. 
 ***

      Las evasivas respuestas de Margarita me dejaron muy intrigado. ¿Quién fue Beatriz Obregón y por qué era mejor no mencionar siquiera su nombre? Mi prima dijo que había sido la ladrona de la familia, pero ¿qué había robado? ¿Y qué demonios eran las Lágrimas de Shiva?
      Antes de ir al comedor, subí a la planta de arriba para lavarme las manos. Estaba a punto de entrar en el baño cuando me percaté de que la puerta de mi dormitorio se hallaba abierta y la luz encendida. Me acerqué al cuarto y descubrí que había alguien dentro. Era una chica de mi edad; llevaba el pelo corto y vestía unos arrugados vaqueros. En aquel momento estaba examinando los libros que yo había dejado sobre la mesa, así que me daba la espalda, pero no tuve necesidad de verle la cara para saber de quién se trataba.
      —Hola —la saludé—. Tú eres Violeta, ¿no?
      Aunque estaba seguro de que no me había oído llegar, ella no se sobresaltó al escuchar mi voz. En vez de ello, volvió la cabeza lentamente y me miró por encima del hombro, muy seria.
      —Y tú, Javier —dijo.
      No era una pregunta, y tampoco hizo amago de saludarme, así que me quedé un poco cortado.
      —¿Estos libros son tuyos? —preguntó ella tras un incómodo silencio.
      —Sí.
      Violeta se inclinó y comenzó a leer en voz alta los títulos.
      —Jones el hombre estelar, Marciano vete a casa, Titán invade la Tierra, El día de los Trífidos... ¿Qué clase de novelas son éstas?
      —Ciencia ficción —respondí.
      Violeta esbozó una sonrisa que, pese a su brevedad, logró expresar a la vez una desagradable mezcla de altanería, desdén y conmiseración. Creo que fue una de las sonrisas más irritantes que he visto en mi vida.
      —Ya me imaginaba que eran algo así —dijo—. ¿A ti te gusta esta clase de cosas?
      Pronunció la palabra cosas como si estuviera hablando de un saco de estiércol.
      —Sí, me gustan —contesté a la defensiva—. ¿Has leído algo de ciencia ficción?
      Violeta asintió con un desdeñoso cabeceo.
      —Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de Orwell. Son las dos únicas novelas de ciencia ficción que valen la pena.
      Hablaba con tanta suficiencia que me estaba poniendo de mal humor, pero yo era un huésped y debía comportarme, así que intenté ser educado.
      —¿Qué te gusta leer a ti? —pregunté.
      —Hemingway, Tolstoi, Lorca, Scott Fitzgerald... En fin, la buena literatura. Pero no te preocupes; puede que dentro de unos años, cuando madures un poco, llegues a leer algo más que historias de marcianitos —echó a andar hacia la salida y puntualizó—: La cena ya está lista, será mejor que bajes al comedor.
      Debo confesarlo: al principio, Violeta Obregón me pareció una chica pedante, engreída e insoportable. Exactamente todo lo contrario que su hermana mayor.
La conocí durante la cena. Rosa volvió a casa justo cuando nos sentábamos a la mesa. Era muy guapa, aún más que en la foto, pero su belleza no resultaba estridente —como la de las mujeres que aparecían en las revistas francesas prohibidas—, sino discreta y apacible. Aunque sólo tenía dieciocho años, parecía mayor, quizás a causa del tono grave de su voz, o por la casi imperceptible melancolía que destilaba su mirada, o por la gracia y serenidad de su porte. También era simpática y cariñosa, tanto, que me enamoré de ella a los cinco minutos de conocerla. Incluso llegué a pensar que si la reina Ginebra existió alguna vez, debió de parecerse mucho a Rosa, y durante unos segundos fantaseé con la posibilidad de llegar a ser, algún día, el rey Arturo.
      Como es natural, mi instantáneo enamoramiento fue más bien abstracto, platónico, como diría mi profesor de filosofía. A ciertas edades, tres años de diferencia suponían un abismo infranqueable, y yo bien lo sabía; pero era imposible no quedar prendado del magnético encanto de Rosa Obregón. De hecho, me pasé toda la velada mirándola de soslayo, en parte por su belleza, pero también porque de pronto me di cuenta de que Rosa se parecía muchísimo a Beatriz, la misteriosa mujer del cuadro.
      Hacia el final de la cena, mientras tomábamos el postre, tío Luis me preguntó:
      —¿Ya has echado un vistazo a este viejo caserón nuestro?
      —Sí, muy bonito.
      —Está lleno de trastos viejos (como yo, por ejemplo), pero tiene cierto encanto.
      —Tú también lo tienes, querido —sonrió tía Adela.
      —¿Lo has encontrado todo a tu gusto, Javier? —prosiguió tío Luis—. ¿El dormitorio, la cama, el baño?... ¿Echas algo en falta?
      Lo cierto es que sí. Echaba muy, pero que muy en falta algo.
      —¿Dónde está la televisión? —pregunté.
      Tía Adela y tío Luis intercambiaron una mirada. Violeta me contempló con mal disimulado desdén. Margarita murmuró.
      —La televisión es puta propaganda franquista...
      —¡Niña! —exclamó tía Adela—. No hay boca bonita con palabras feas. Haz el favor de no decir tacos.
      —No tenemos televisión, Javier —me informó Rosa.
      —La tele siempre me ha parecido un buen invento mal utilizado —terció tío Luis—. Nunca le he visto la gracia, aunque a la gente parece que le encanta. ¿Hay
algún programa que te interese?
      Me sentía confuso: ¿cómo se podía vivir sin televisión?
      —No, bueno, sí —respondí—. Es que el veinte de julio retransmitirán la llegada del hombre a la Luna...
      —Ese rollo del programa Apolo no es más que propaganda imperialista yanqui —sentenció Margarita.
      —Desde luego, hija, para ti todo es propaganda —comentó tía Adela.
      —No se llega a la Luna todos los días —señaló tío Luis—. Se trata de un acontecimiento importante, no cabe duda, y es lógico que a Javier le apetezca verlo.
      —Me encantaría.
      —A Javier le gusta mucho la ciencia ficción —intervino Violeta en tono sarcástico—. A lo mejor espera ver un marciano por la tele.
      —En todo caso —la corregí con retintín—, sería un selenita.
      Tío Luis se rascó la cabeza, pensativo.
      —Bueno, no te preocupes —dijo finalmente—. Ya encontraremos la manera de que puedas ver el alunizaje.
      Después de la cena nos dirigimos todos al salón, salvo tío Luis, que bajó al sótano para trabajar un rato en su taller. Tía Adela puso un disco de música clásica, se acomodó en una butaca, cerró los ojos y comenzó a seguir la melodía con leves movimientos de la mano derecha. Rosa se sentó a su lado y se puso a hojear una revista de arquitectura, Margarita se enfrascó en la lectura de un libro —La revolución permanente, de Trotsky— y Violeta se puso a escribir en un cuaderno. En cuanto a Azucena, se sentó en el suelo, a los pies de su madre, y permaneció todo el rato callada, mirándonos con aquellos enormes ojos suyos.
      Mucho tiempo después, al recordar aquel momento, y otros similares, llegué a apreciar en su justa medida la confortable paz que se respiraba en aquella casa.
El ritmo vital de los Obregón era distinto al del resto del mundo, más sereno y sosegado, como si el tiempo poseyera, en Villa Candelaria, la textura líquida de un arroyo tranquilo.
      Claro que eso lo pensé muchos años más tarde, porque entonces, acostumbrado como estaba a largas sesiones frente al televisor, aquella velada de silencios
matizados por la música de Beethoven se me antojó el colmo del aburrimiento. Tras media hora de no hacer nada, me excusé diciendo que estaba cansado y subí a mi habitación.
      Después de haber pasado todo el día dormitando, pensé que me costaría mucho conciliar el sueño, pero debía de haberme picado la mosca tsé-tsé, pues nada más meterme en la cama y apagar la luz, me quedé profundamente dormido. 
***

      Unas horas después, ya bien entrada la madrugada, me desperté bruscamente, pasando sin solución de continuidad del sueño a la vigilia. El dormitorio se hallaba a oscuras y en absoluto silencio. Sin embargo, yo tenía la impresión..., no, la certeza de que había alguien más en la habitación. Contuve el aliento y agucé el oído. Al poco, por detrás del remoto batir de la lluvia, escuché, o creí escuchar, el débil sonido de una respiración, cerca, muy cerca de mí. Se me erizó el vello del cuerpo y un escalofrío me recorrió la espalda.
      —¿Quién está ahí?... —pregunté en voz alta, aunque mucho menos firme de lo que hubiera deseado.
      No obtuve respuesta, pero el sonido de la respiración cesó bruscamente, como si alguien contuviera el aliento. Entonces advertí algo: la atmósfera del dormitorio estaba impregnada de un tenue perfume a flores, algo así como el aroma de los nardos. De nuevo noté un escalofrío. La sensación de que una presencia invisible se hallaba junto a mí fue tan intensa que, durante unos segundos, experimenté un terror ciego e irracional. Tragué saliva e intenté calmarme. Debía de haber alguna explicación lógica; quizás una de mis primas había entrado en el cuarto para gastarme una broma. De hecho, Violeta parecía muy capaz de algo así.
      Haciendo acopio de coraje, me incorporé en la cama, tendí la mano y encendí la lámpara que había sobre la mesilla de noche. El súbito resplandor me deslumbró durante unos instantes. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, comprobé que, aparte de mí, en el dormitorio no había nadie más.
      Sentí un inmenso alivio, y al tiempo, una soterrada inquietud. ¿Qué había pasado? Conforme me tranquilizaba supuse que, al despertarme, mis sueños se habían mezclado con la realidad, que me había influido el ambiente de aquella vieja casa, que todo había sido, en definitiva, producto de mi imaginación.
      Sin embargo, cuando apagué la luz, tardé mucho en volver a dormirme, pues aunque fuera un pensamiento absurdo, no podía quitarme de la cabeza que aquella noche alguien o algo me había visitado en mi dormitorio.


ACTIVIDADES

• ¿Desde qué estación parte?

• ¿Qué le pide su madre? 

• ¿Qué le pide su hermano?
 
• ¿Qué hace Javi en el viaje?
 
• ¿Por qué se le hace eterno el viaje?
 
• ¿Qué paisajes observa desde el tren?
 
• ¿Quién le está esperando en la estación?
 
• ¿Qué coche tiene el tío Luis?
 
• ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?
 
• Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:
 
• ¿Cómo se llama su tía? Adela.
 
• ¿En qué siglo se construyó la casa?

• ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.
 
• ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?
 
• ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?
 
• ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?
 
• ¿Qué echa de menos Javi?
 
• ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?
 
• Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.
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• Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.________________________________________
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6 comentarios:

  1. ¿Desde qué estación parte?

    Desde Santander

    ¿Qué le pide su madre?

    Que se porte bien

    ¿Qué le pide su hermano?

    Que le traiga algo

    ResponderEliminar
  2. • ¿Desde qué estación parte?
    Estación del Norte

    • ¿Qué le pide su madre?
    Que se cuide

    • ¿Qué le pide su hermano?
    Unas bragas de Rosa

    • ¿Qué hace Javi en el viaje?
    entretenerse

    • ¿Por qué se le hace eterno el viaje?


    • ¿Qué paisajes observa desde el tren?


    • ¿Quién le está esperando en la estación?
    tío Luis

    • ¿Qué coche tiene el tío Luis?
    Jaguar E

    • ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?
    El Sardinero

    • Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:


    • ¿Cómo se llama su tía? Adela.


    • ¿En qué siglo se construyó la casa?


    • ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.


    • ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?


    • ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?


    • ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?


    • ¿Qué echa de menos Javi?
    La televisión

    • ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?
    Violeta

    • Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.
    tiene dos plantas un gimnasio, muchas ventanas, dos pistas y un aparcamiento.

    • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.


    Adrián

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  3. ¿Desde qué estación parte?

    Desde Santander
    ¿Qué le pide su madre?

    Que se porte bien

    ¿Qué le pide su hermano?

    Que le traiga algo

    • ¿Desde qué estación parte?
    Estación del Norte

    • ¿Qué le pide su madre?
    Que se cuide

    • ¿Qué le pide su hermano?
    Unas bragas de Rosa

    • ¿Qué hace Javi en el viaje?
    entretenerse

    • ¿Por qué se le hace eterno el viaje?


    • ¿Qué paisajes observa desde el tren?


    • ¿Quién le está esperando en la estación?
    tío Luis

    • ¿Qué coche tiene el tío Luis?
    Jaguar E

    • ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?
    El Sardinero

    • Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:


    • ¿Cómo se llama su tía? Adela.


    • ¿En qué siglo se construyó la casa?


    • ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.


    • ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?


    • ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?


    • ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?


    • ¿Qué echa de menos Javi?
    La televisión

    • ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?
    Violeta

    • Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.
    tiene dos plantas un gimnasio, muchas ventanas, dos pistas y un aparcamiento.

    • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.


    Martita:]

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  4. • ¿Desde qué estación parte?
    Estación del Norte

    • ¿Qué le pide su madre?
    Que se cuide

    • ¿Qué le pide su hermano?
    Unas bragas de Rosa

    • ¿Qué hace Javi en el viaje?
    entretenerse

    • ¿Por qué se le hace eterno el viaje?


    • ¿Qué paisajes observa desde el tren?


    • ¿Quién le está esperando en la estación?
    tío Luis

    • ¿Qué coche tiene el tío Luis?
    Jaguar E

    • ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?
    El Sardinero

    • Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:


    • ¿Cómo se llama su tía? Adela.


    • ¿En qué siglo se construyó la casa?


    • ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.


    • ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?


    • ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?


    • ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?


    • ¿Qué echa de menos Javi?
    La televisión

    • ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?
    Violeta

    • Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.
    tiene dos plantas un gimnasio, muchas ventanas, dos pistas y un aparcamiento.

    • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.



    Marta;$

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  5. • ¿Desde qué estación parte?
    Estación del Norte

    • ¿Qué le pide su madre?
    Que se cuide

    • ¿Qué le pide su hermano?
    Unas bragas de Rosa

    • ¿Qué hace Javi en el viaje?
    entretenerse

    • ¿Por qué se le hace eterno el viaje?


    • ¿Qué paisajes observa desde el tren?


    • ¿Quién le está esperando en la estación?
    tío Luis

    • ¿Qué coche tiene el tío Luis?
    Jaguar E

    • ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?
    El Sardinero

    • Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:


    • ¿Cómo se llama su tía? Adela.


    • ¿En qué siglo se construyó la casa?


    • ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.


    • ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?


    • ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?


    • ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?


    • ¿Qué echa de menos Javi?
    La televisión

    • ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?
    Violeta

    • Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.
    tiene dos plantas un gimnasio, muchas ventanas, dos pistas y un aparcamiento.

    • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.

    danii

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  6. • ¿Desde qué estación parte?

    • ¿Qué le pide su madre?

    • ¿Qué le pide su hermano?

    • ¿Qué hace Javi en el viaje?

    • ¿Por qué se le hace eterno el viaje?

    • ¿Qué paisajes observa desde el tren?

    • ¿Quién le está esperando en la estación?

    • ¿Qué coche tiene el tío Luis?

    • ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?

    • Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:

    • ¿Cómo se llama su tía? Adela.

    • ¿En qué siglo se construyó la casa?

    • ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.

    • ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?

    • ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?

    • ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?

    • ¿Qué echa de menos Javi?

    • ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?

    • Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.


    • ¿Desde qué estación parte?
    Estación del Norte

    • ¿Qué le pide su madre?
    Que se cuide

    • ¿Qué le pide su hermano?
    Unas bragas de Rosa

    • ¿Qué hace Javi en el viaje?
    entretenerse

    • ¿Por qué se le hace eterno el viaje?


    • ¿Qué paisajes observa desde el tren?


    • ¿Quién le está esperando en la estación?
    tío Luis

    • ¿Qué coche tiene el tío Luis?
    Jaguar E

    • ¿Cómo se llama la zona residencial donde vivían sus tíos?
    El Sardinero

    • Describe con tus propias palabras el aspecto exterior de la casa de los tíos de Javi:


    • ¿Cómo se llama su tía? Adela.


    • ¿En qué siglo se construyó la casa?


    • ¿Qué habitación le sorprende más? La biblioteca.


    • ¿Con qué personaje relaciona Javi las Lágrimas de Shiva?


    • ¿Por qué no quiere su prima Margarita hablar de Beatriz Obregón?


    • ¿Qué primera impresión produce Violeta en Javi?


    • ¿Qué echa de menos Javi?
    La televisión

    • ¿Por la noche quién se encuentra en el cuarto de Javi?
    Violeta

    • Como has observado, en el capítulo abundan las descripciones. Describe el exterior del instituto.
    tiene dos plantas un gimnasio, muchas ventanas, dos pistas y un aparcamiento.

    • Resume el contenido del capitulo cinco en lineas

    alex

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