6.04.2012

3. Perpetuum mobile
Estuvo lloviendo durante una larga semana. Poco se puede hacer en tales circunstancias, y menos cuando uno es un intruso, que es como yo me sentía en Villa Candelaria.
      Mis tíos no trabajaban —eran rentistas—, pero cada uno de ellos se dedicaba a sus quehaceres sin prestarme mucha atención. Tía Adela pasaba los días
ocupada con las tareas de la casa. Ayudada por Ramona, la asistenta, mantenía limpio y ordenado aquel enorme caserón, e iba a la compra, y cocinaba, y luego, por las tardes, solía ir a tomar café con sus amigas a la terraza cubierta del Rhin, un bar-restaurante situado frente a la playa. Tío Luis pasaba las mañanas fuera y luego, por las tardes, se encerraba en su taller del sótano, de donde no salía hasta la hora de cenar.

      No es que me ignoraran, ni mucho menos —tía Adela me enseñó la ciudad y fui un par de veces al cine con tío Luis—, pero ellos eran adultos y yo un
adolescente, de modo que pocos planes podíamos hacer en común. En cuanto a mis primas, Rosa asistía a una academia donde recibía clases de matemáticas y dibujo, pues quería prepararse para su ingreso en la Escuela de Arquitectura. Margarita pasaba la mayor parte del día fuera de casa, en compañía de sus amigos revolucionarios, discutiendo, supongo, la teórica forma de acabar con la dictadura. Azucena estaba siempre al lado de su madre y seguía sin hablarme. Y Violeta...
Bueno, nuestra relación era un ejemplo perfecto de mutua antipatía. Violeta pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación y, cuando salía de ella, no era precisamente para compartir el tiempo conmigo.
      ¿Qué hacía yo entre tanto? Aburrirme como jamás me había aburrido. Leía mucho —casi un libro al día— y oía la radio. Cada tarde, en particular, sintonizaba la SER para escuchar Dos hombres buenos, una radionovela de aventuras que me encantaba. En cierta ocasión, Violeta me sorprendió oyéndola y, como era de esperar, no desperdició la oportunidad de dejar caer uno de sus ácidos comentarios.
      —Veo que tus gustos están mejorando; ahora te dedicas a los seriales. ¿Sabes que en el quiosco venden fotonovelas?
      A punto estuve de decirle que José Mallorquí, el autor de Dos hombres buenos, era uno de los escritores más famosos de España, pero me callé, porque lo que realmente me apetecía no era hablar, sino estrangularla.
      Aparte de las novelas y de la radio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca, revolviendo entre los miles de libros que allí había —casi todos ellos ediciones muy antiguas que, por aquel entonces, apenas me interesaban—, y también charlando con la asistenta. Ramona era una cincuentona afable y dicharachera. Estaba gorda, tenía más bigote que yo y era, por resumirlo en dos palabras, muy bruta. Pero también era una mujer muy simpática y le encantaba hablar. De hecho, solía contarme historias del lugar donde nació, el Valle del Pas, una comarca cántabra que, a tenor de sus relatos, parecía recién salida del Neolítico.
      Pese al tedio que se respiraba en Villa Candelaria, durante la primera semana se produjeron tres sucesos que, cada uno a su manera, contribuyeron a romper la monotonía de aquellos días lluviosos. El más misterioso de todos fue el tercero, pero no quiero adelantarme a los acontecimientos, de modo que empezaré narrando la extraña escena que presencié el sábado por la noche.
      Serían más o menos las doce. Acababa de apagar la luz y estaba en trance de dormirme, cuando escuché un rumor de susurros que parecía provenir del exterior. Intrigado, bajé de la cama, entreabrí las cortinas y miré por la ventana. Al principio no vi nada, sólo la lluvia cayendo mansamente sobre el solitario jardín, pero unos leves ruidos a mi izquierda me llamaron la atención y, al volver la mirada, descubrí que alguien había salido por el mirador del dormitorio de margarita y ahora descendía hacia el jardín, utilizando el canalón del desagüe como improvisada escala.
      Al principio pensé que se trataba de un ladrón, pero no podía ser, pues, en vez de entrar en la casa, estaba saliendo de ella. Por desgracia, la noche era muy oscura y sólo podía distinguir la negra silueta del desconocido, que llevaba un impermeable con la capucha echada. Apenas quince segundos más tarde, el extraño alcanzó el suelo y echó a correr hacia la valla trasera. Cuando llegó allí, se detuvo un instante, volvió la mirada hacia el dormitorio de Margarita y saludó con la mano. Fue entonces cuando, gracias al resplandor de una farola, pude distinguir su rostro. Era Rosa.
      Me quedé de piedra. ¿Qué hacía la mayor de mis primas descolgándose furtivamente por un canalón en mitad de la noche? Apenas tuve tiempo de plantearme esa pregunta, pues Rosa se dio la vuelta, trepó ágilmente por la valla, saltó al otro lado y desapareció en la oscuridad. Al poco, escuché el ruido que hacía la ventana de Margarita al cerrarse. Y así acabó todo. Regresé a la cama y me quedé un rato tumbado boca arriba, reflexionando. Sólo se me ocurría una explicación para la insólita escena que acababa de presenciar: Rosa no deseaba que sus padres supieran que había salido de casa. Pero, ¿por qué? ¿Y adónde iba?
      Aunque me moría de curiosidad, decidí ser discreto y no preguntar.
                                                                                  ***
      El segundo suceso ni siquiera merece tal nombre, salvo que llamemos suceso a tropezar con la Segunda Ley de la Termodinámica. Ocurrió cuatro días
después, el miércoles por la tarde. Tía Adela, acompañada por Azucena, se había marchado a primera hora para hacer unos recados. Rosa y Margarita habían salido y Violeta estaba encerrada en su cuarto, así que la casa se encontraba más silenciosa que nunca. Salvo por la música —un viejo tango de Carlos Gardel— que brotaba del sótano.
      Yo aún no había estado en ese lugar y tenía ganas de conocerlo, de modo que, tras pasar media tarde leyendo, dando vueltas y aburriéndome como una ostra, bajé las escaleras que conducían al sótano y llamé a la puerta con los nudillos. Como nadie contestó, abrí y asomé la cabeza por el umbral.
      El taller ocupaba un recinto enorme, sin ventanas, y estaba absolutamente atestado de extraños cachivaches. Al fondo había un bando de trabajo iluminado por seis tubos de neón y, a su derecha, un tocadiscos y una vieja nevera. Dos de las paredes se hallaban cubiertas por toda clase de herramientas y utensilios, mientras que los muros restantes estaban ocupados por largos anaqueles de madera sobre los que descansaba una variada gama de indescriptibles artefactos. De mi tío no había ni rastro.
      Casi sin darme cuenta de lo que hacía, entré en el taller y me aproximé a los anaqueles que se encontraban a mi izquierda. Allí había una docena de máquinas llenas de engranajes. Una de ellas consistía en una doble rueda giratoria en cuyo perímetro había cuatro pequeñas esferas de cobre. Estaba montada sobre un pie de madera en el que se leía sobre una plaquita: «Perpetuum mobile de primera especie».
      Enarqué las cejas. Al parecer, aquello era un móvil perpetuo, una máquina que, tras recibir un primer impulso, no se detenía jamás. Pero eso era absurdo.
      —Hola, Javier —dijo alguien a mi espalda.
      Di un respingo y volví la cabeza. Tío Luis acababa de salir de una pequeña habitación contigua y me contemplaba con una sonrisa.
      —Te he asustado, perdona —prosiguió—. Estaba en el almacén, buscando hilo de cobre, y no te he oído llegar.
      —Creí que no había nadie —me disculpé—. Ya me voy...
      —No, no, quédate. Siempre es agradable un poco de compañía —señaló con un gesto el artefacto que yo había estado examinando y preguntó—: ¿Sabes qué es eso?
      —Es un móvil perpetuo.
      —Exacto. Es la reproducción de un perpetuum mobile fabricado en Italia a comienzos del siglo dieciséis. Las esferas están llenas de mercurio y, al girar la rueda, producen el desequilibrio que, en teoría, mantendrá la máquina en eterno movimiento. Todos los cacharros que ves son diferentes clases de móviles rueda, producen el desequilibrio que, en teoría, mantendrá la máquina en eterno movimiento. Todos los cacharros que ves son diferentes clases de móviles perpetuos. Esos que estabas mirando se basan en el desequilibrio; aquellos otros, en el magnetismo, y los del fondo, en la hidráulica. Ese de ahí es invento mío: una rueda excéntrica sobre cojinetes magnéticos en una campana de vacío —sonrió con satisfacción—. Modestia aparte, es bastante ingenioso.
      —Pero el movimiento perpetuo no existe —objeté.
      —Tienes razón —asintió él—. ¿Y sabes por qué?
      —Porque va en contra del segundo principio de la termodinámica.
      Tío Luis me contempló con sincera admiración.
      —Vaya, muy bien. ¿Te interesa la ciencia?
      —Más o menos. Leo mucha ciencia ficción.
      —Ah, bueno. Pues todos esos cacharros que tienes delante son pura ciencia ficción, porque no funcionan. Se lo impide el puñetero segundo principio de la termodinámica. ¿Sabes lo que afirma ese principio?
      —Que el calor, y toda forma de energía, fluye de donde hay más hacia donde hay menos, hasta alcanzar el punto de equilibrio.
      —Sí, señor, y precisamente eso es lo que les pasa a todos los móviles perpetuos: giran y giran hasta que alcanzan su punto de equilibrio y, entonces, se
detienen. ¿Sabes?, desde 1911, la Oficina de Patentes de Estados Unidos no acepta ninguna solicitad de patente para una supuesta máquina de movimiento
perpetuo. Y con razón.
      Tío Luis señaló uno de sus artefactos. Era una rueda de madera montada sobre un eje horizontal, con una serie de ranuras semicirculares a través de las cuales se deslizaban bolas de acero.
      —Este móvil perpetuo lo diseñó Leonardo da Vinci, pero tampoco funciona, claro. El propio Leonardo comprendió que se trataba de un empeño imposible y escribió estas sabias palabras...
      Mi tío señaló la plaquita que había en la base del artefacto. Me incliné hacia delante y leí el texto que allí estaba grabado: «¡Oh, vosotros, investigadores del movimiento perpetuo! ¡Cuántas quimeras habéis engendrado en esta búsqueda!»
      Alcé la cabeza y contemplé aquella curiosa colección de objetos imposibles.
      —¿Los has construido tú? —pregunté.
      Tío Luis asintió.
      —Es una afición como otra cualquiera —dijo casi excusándose—. Un poco rara, pero inofensiva.
      Reflexioné unos instantes.
      —¿Y por qué lo haces? —pregunté de nuevo—. Quiero decir que, si sabes que el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué construyes estos aparatos?
      —Pues precisamente por eso —contestó él—, porque es imposible. Verás, el segundo principio de la termodinámica implica que todo, no sólo los supuestos móviles perpetuos, todo, insisto, acabará a la larga por alcanzar su punto de equilibrio. A eso se le llama incremento de la entropía, y significa que tú, yo, la Tierra, el Sol, el universo entero acabará deteniéndose. Si te paras a pensarlo, resulta un principio deprimente. No me gusta, es como una condena a muerte sin posibilidad de indulto —suspiró—. Supongo que, ante una ley universal como ésa, uno debería resignarse, pero a mí no me da la gana quedarme cruzado de brazos. Por eso construyo móviles perpetuos, porque si alguno de ellos, por un milagro, llegara a funcionar, querría decir que el segundo principio de la termodinámica es erróneo...
Aunque tú y yo sabemos que no lo es —volvió a suspirar—. Supongo que resulta un poco difícil de entender.
      Medité unos segundos. Había cierta lógica en lo que decía mi tío.
      —Es algo así como el santo Grial —sugerí—. Los caballeros del rey Arturo lo buscaban, aunque no existiese, porque lo importante es buscar el Grial, no
encontrarlo.
      Tío Luis alzó las cejas y me contempló con sorpresa.
      —Exacto —dijo—. Eres muy listo, Javier; lo has expresado mucho mejor que yo. Mi santo Grial es el perpetuum mobile. Vaya, me has dejado de una pieza.
Te mereces un premio. ¿Quieres un refresco?
      Asentí con un cabeceo. Tío Luis se aproximó a la nevera y sacó dos botellas de Coca-Cola.
      —¿Sabes? —dijo mientras bebíamos junto al banco de trabajo—, eres la primera persona que comprende lo que hago. Ni Adela ni mis hijas han entendido nunca que me dedique a fabricar artefactos imposibles. Pero, claro, eso una mujer jamás podrá entenderlo.
      —¿Por qué?
      —Pues porque las mujeres son más inteligentes que nosotros. Más pragmáticas. Tienen los dos pies bien plantados en el suelo y les parece una estupidez
dedicarse a tareas que no sirven para nada. Y supongo que tienen razón. Pero los hombres, al menos algunos, somos diferentes. Nos gusta soñar, ¿verdad? Por ejemplo, tú mismo. Has dicho que lees ciencia ficción, ¿no? Pues eso significa que eres un soñador. Y yo también lo soy —dio un largo trago a su bebida y guardó unos segundos de silencio—. Ay, Javier, tú no sabes lo que es vivir con cinco mujeres. Seis, si contamos a Ramona.
      —Creo que estoy empezando a descubrirlo.
      —No, qué va, no tienes ni idea. Y no es que me queje, ni muchísimo menos. Gracias a ellas llevo una vida tranquila y ordenada, pero... El problema es que les gusta demasiado el orden. No sé, cuando me encuentro a su lado siempre tengo la sensación de que estoy haciendo algo mal. Creo que por eso me refugio en este taller. Aquí puedo hacer lo que me dé la gana. Si en vez de poner un destornillador allí, lo pongo aquí, nadie me dice nada, y si decido perder el tiempo construyendo artefactos inútiles, pues es asunto mío. Créenme, Javier, este sótano es el paraíso.
      Durante un rato bebimos en silencio nuestras Coca-Colas, directamente del gollete, con largos y circunspectos sorbos. Creo que fue entonces cuando
comprendí de verdad lo que significaba la camaradería entre hombres.
      —Mamá me contó que eres inventor —dije cuando acabé el refresco.
      —Sí, pero no he inventado nada demasiado importante, no te creas. Un freno eléctrico para camiones, un sistema de suspensión hidráulica y cosas así —alzó una ceja, como si de repente hubiera recordado algo—. Ahora que lo pienso, sí que he hecho algo que te puede interesar. ¿Sabes que un componente del tren de aterrizaje del módulo lunar está basado en una patente mía?
      Tío Luis procedió entonces a explicarme en qué consistía ese invento. Yo estaba encantado de que alguien de mi familia hubiera contribuido, aunque fuera un poquito, al programa de investigación espacial, pero apenas entendí sus explicaciones, demasiado técnicas para mis escasos conocimientos de mecánica. Al poco, lo reconozco, dejé de escucharle y mi mente comenzó a divagar sin rumbo fijo. De pronto, me acordé de Beatriz Obregón y de las Lágrimas de Shiva, y durante unos instantes consideré la idea de preguntarle a mi tío al respecto; pero la deseché al instante, pues en modo alguno deseaba quebrar los lazos de camaradería que aquélla tarde se había establecido entre él y yo.
      Tío Luis concluyó su farragosa charla cuando el disco de Carlos Gardel llegaba a su fin. Mi tío se levantó para poner otro disco —esta vez uno de Frank Sinatra— y yo le eché un vistazo al banco de trabajo, sobre cuya superficie se amontonaban válvulas, diodos, transistores y toda suerte de componentes electrónicos que yo no podía identificar.
      —¿Estás haciendo otro móvil perpetuo? —pregunté.
      —¿Un móvil perpetuo? —tío Luis paseó la mirada por el banco y sacudió la cabeza—. No, qué va. Estoy construyendo un... bueno, es un proyecto nuevo sin
demasiado interés —consultó su reloj—. Y ya voy muy retrasado. Creo que debería volver al trabajo.
      Comprendí que deseaba quedarse solo, así que me despedí de él y abandoné el sótano.
      Aquella noche, probablemente influido por mi charla con tío Luis, soñé con un mundo en el que los pájaros volaban y nunca dejaban de volar, un mundo en el que los ríos fluían sin pausa, en el que el viento arrastraba las nubes por toda la eternidad y el compás de la Luna daba cuerda para siempre al reloj de las mareas.
Un mundo, en definitiva, de movimiento perpetuo.
                                                                                 ***
      Y llegamos, por fin, al tercero de los sucesos que acaecieron durante aquella lluviosa semana. Fue el más misterioso de todos y también el más importante, pues, en cierto modo, inició la cadena de acontecimientos que, a la larga, acabarían conduciendo al desenlace de esta historia.
      Ocurrió al día siguiente de mi visita al sótano, durante el anochecer. Yo me encontraba en mi dormitorio, sentado frente a la mesa, leyendo una novela de Asimov. Un denso silencio, salpicado por el batir de la lluvia, envolvía la casa. De pronto, escuché el sonido de unos pasos aproximándose por el pasillo, un taconeo de mujer, leve y rítmico, que se detuvo al llegar frente a mi puerta. Alcé la cabeza del libro, pensando que alguien iba a entrar en la habitación, pero eso no
ocurrió. Durante los siguientes segundos no hubo más que silencio y quietud.
      Sentí un escalofrío. ¿Una mujer se había acercado a la entrada de mi cuarto para quedarse allí sin hacer nada? Me incorporé de golpe, me acerqué a la puerta y la abrí bruscamente. No había nadie. Sin embargo, me pareció advertir un movimiento frente a mí, algo así como el revuelo de una falda al doblar el recodo de la escalinata que conducía al desván. Eché a correr hacia allí, pero al llegar descubrí que aquel tramo de escaleras estaba vacío. Sentí un profundo desconcierto: ¿serían alucinaciones? Entonces me di cuenta de que en el aire flotaba un débil aroma, un perfume que ya había olido en otra ocasión.
      De repente, experimenté la intensa sensación de que alguien me espiaba. Volví la cabeza y vi a Violeta, en el otro extremo del pasillo, mirándome fijamente con una extraña expresión en el rostro.
      —La has visto —dijo ella al cabo de unos segundos.
      —¿A quién?
      Violeta ladeó la cabeza y me miró con aún mayor fijeza, como si yo fuera un jeroglífico difícil de resolver.
      —Es increíble —murmuró—. Jamás hubiera pensado que tú, precisamente tú, pudieras verla.
      —¿De qué hablas? —protesté—. No he visto nada.
      Alzó la cabeza y aspiró por la nariz.
      —¿A qué huele? —preguntó.
      —A flores...
      —A nardos. Pero ahora no es época de nardos.
      —Pues será un perfume.
      Violeta sacudió la cabeza.
      Ninguna de nosotras usa perfume de nardos. Entonces, ¿de dónde viene el olor?
      Me encogí de hombros. La verdad es que aquella conversación tan absurda me estaba poniendo nervioso.
      —No tengo ni idea —dije, un poco irritado—. ¿Qué más da a lo que huela?
      Violeta tardó unos segundos en contestar.
      —Estás mintiendo —dijo finalmente—. La has visto.
      Acto seguido, se dio media vuelta y echó a andar de regreso a su habitación.
                                                                                 ***
      ¿Qué había sucedido aquella tarde en la segunda planta de Villa Candelaria? Sinceramente, no lo sé. Oí el sonido de unos pasos y vi, o creí ver, el vuelo de
una falda desapareciendo tras la escalera. Más tarde, cuando reflexioné sobre todo aquello, pensé que, si realmente se trataba de una falda, debía de ser muy amplia, de ésas que llegan hasta los tobillos. La larga falda de un vestido blanco. También percibí un aroma, el mismo perfume a nardos que invadió mi habitación la
primera noche que pasé en Villa Candelaria, cuando creí escuchar una respiración en la oscuridad.
      Evoqué una y otra vez aquellos momentos, intentando recordar algún detalle que me permitiera comprender lo que había sucedido, pero sólo pude llegar a conclusiones absurdas.
      ¿Había un fantasma en Villa Candelaria?
      ¿El fantasma de una mujer?
      No tenía sentido, claro; los fantasmas no existen. Me estaba dejando sugestionar por aquel viejo caserón, con sus techos altos, sus rincones oscuros y todas las antigüedades que contenía, y eso me hacía ver, oír y oler cosas que no existían. Sin embargo... ¿Por qué tenía la sensación de que Violeta sabía, de algún modo, lo que me estaba pasando? De hecho, la actitud de Violeta hacia mí cambió por completo a partir de ese día, como si después de haber alzado un muro entre nosotros hubiera decidido, por algún motivo, derribarlo.
      Al día siguiente —el viernes— amaneció nublado, pero sin lluvia. Desde primeras horas de la mañana hubo en Villa Candelaria un intenso trajín. Tía Adela
había decidido encerar los suelos de la casa, así que ella, Ramona y mis cuatro primas, tras apartar muebles y alfombras, se armaron de bayetas y, puestas de rodillas, comenzaron a distribuir sobre la tarima capas y más capas de olorosa cera. Yo me ofrecí a colaborar y me fue asignado el papel de abrillantador: cuando el suelo de una habitación estaba convenientemente encerado, me ponía unos trapos en los pies y comenzaba a patinar de un lado a otro, dejando a mi paso estelas de refulgente brillo.
      Más tarde, una vez que la cera hubo sido repartida por todos los suelos, mis primas se calzaron patines de paño y se sumaron con entusiasmo a la tarea de abrillantar. Supongo que ofrecíamos un espectáculo extraño, semejante a un grupo de patinadores deslizándose sobre un helado lago de madera, una estampa de invierno que, paradójicamente, tenía lugar a comienzos de verano.
      A última hora de la mañana, cuando el entarimado brillaba como un espejo, tía Adela distribuyó por el suelo hojas de periódico, advirtiéndonos que debíamos desplazarnos por aquellos senderos de papel impreso y que, bajo ningún concepto, podíamos pisar la tarima. Rosa, Margarita y Violeta se dirigieron entonces al piso de arriba, y yo me quedé en el salón, medio tumbado en una butaca. Me encantaba el olor de la cera; era cálido y envolvente, y me recordaba a mi propia casa, cuando ayudaba a mamá a encerar los suelos. Cerré los ojos. Estaba cansado y me dolían un poco las piernas, pero era agradable dejarse llevar por aquel dulce sopor...
      Advertí un leve ruido de pasos y abrí los ojos, Azucena, la menor de mi primas, estaba frente a mí, mirándome con fijeza.
      —Hola —la saludé.
      Azucena no contestó.
      —¿Te has divertido patinando?
      Azucena asintió.
      —¿Sabes? —dije al cabo de un incómodo silencio—, hay algo que me extraña: siempre estás en casa, o con tus hermanas, o con tu madre. ¿No tienes amigos de tu edad?
      Azucena se encogió de hombros. Un nuevo silencio.
      —Oye, ¿es que tú nunca hablas?
      Azucena negó con la cabeza.
      —Pues qué bien... —suspiré mientras me incorporaba—. Bueno, Azucena, ha sido un placer charlar contigo, pero apesto a sudor, así que será mejor que me cambie de ropa.
      Seguido por la inquietante mirada de mi prima pequeña, abandoné el salón y subí a la segunda planta. Antes de ir a mi habitación me dirigí al cuarto de baño contiguo al dormitorio de Margarita, pues quería asearme un poco, pero no llegué a entrar. De hecho, me quedé paralizado frente a la puerta, sobrecogido, alucinado, estupefacto. El baño estaba ocupado.
      En fin, mi estupor no se debía a que el baño estuviese ocupado, claro, sino más bien a la persona que lo ocupaba. La puerta se hallaba entreabierta y, a través de la rendija, podía ver con absoluta claridad a Margarita. Estaba duchándose. Completamente desnuda (como, por otra parte, es natural si uno se está duchando).
      Creo que lo que sentí en aquel momento no fue exactamente una impresión erótica —aunque también—, sino estética. Margarita estaba preciosa desnuda, con el pelo revuelto y el agua acariciándole la piel. Parecía, no sé, una ninfa, un hada, una estatua de mármol bajo el surtidor de una fuente. Podría haber estado horas mirándola, y en cierto modo horas me parecieron los escasos segundos que permanecí allí, frente al baño, contemplando su resplandeciente desnudez, pero por fortuna no tardé en recobrar el juicio. Si alguien me descubría haciendo lo que estaba haciendo, difícilmente iba a poder convencerlo de que yo no era un asqueroso mirón —de hecho, lo era—, así que, procurando no hacer ruido, me alejé del baño y entré en mi habitación.
      Sentía que me ardían las mejillas. Dejando aparte las revistas prohibidas que mi hermano conseguía no sé cómo ni dónde, era la primera vez que veía a una
mujer desnuda. Y debo confesar que no podía quitarme esa imagen de la cabeza, como si las doradas curvas de mi prima poseyeran una cualidad magnética que me impidiera apartarlas de la mente. Tan alterado estaba que di un brinco cuando sonaron unos golpes en la puerta.
      —¿Quién es? —exclamé con voz demasiado alta y agua.
      —Violeta. ¿Puedo entrar?
      Me acerqué en tres zancadas a la puerta y la abrí de par en par.
      —¿Qué quieres? —pregunte: estaba hecho un manojo de nervios.
      Violeta me miró con curiosidad.
      —¿Te pasa algo? —preguntó.
      —No, qué va. Estoy muy bien, fenomenal, perfectamente. ¿Por qué lo dices?
      —No sé, pareces acalorado.
      —Será por el ejercicio. Bueno, ¿querías algo?
      Violeta dudó un instante. Luego, se encogió de hombros y me tendió el libro que llevaba en una mano.
      —Venía a traerte esta novela —dijo—. No es ciencia ficción, pero he pensado que podría gustarte.
      Cogí el libro sin tan siquiera echarle un vistazo a la portada.
      —Vale, muchas gracias, lo leeré. ¿Algo más?
      —No... —entrecerró los ojos—. ¿Seguro que estás bien?
      —Como una rosa —respondí—. Gracias por el libro. Hasta luego.
      Cerré la puerta de golpe, enjugué con la manga de la camisa el sudor que me perlaba la frente y me senté en el borde de la cama. Intenté tranquilizarme. Me sentía pillado en falta, como si todo el mundo supiese que había estado espiando a Margarita. Pero eso era fruto de mi imaginación, pensé, nadie me había visto y lo mejor que podía hacer era dejar de darle vueltas al asunto.
      Respiré hondo varias veces y sacudí la cabeza para espantar el recuerdo del (maravilloso) cuerpo de mi prima. Al cabo de unos minutos, cuando recuperé mi temperatura normal, me di cuenta de que todavía tenía en las manos el libro que me había dado Violeta. Lo miré; se titulaba El guardián entre el centeno, y su autor era un tal J. D. Salinger.
      Contemplé la novela con desconfianza. El título era muy raro y yo albergaba serias dudas sobre los gustos literarios de mi prima, así que no era precisamente entusiasmo lo que sentía cuando abrí el libro y comencé a leer el primer párrafo.
                 «Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacía  mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.»
                                                                                 ***
      Volvió a llover por la tarde. Después de comer, subí a mi cuarto, me tumbé en la cama y estuve un par de horas leyendo El guardián entre el centeno. Aquella novela me había atrapado desde las primeras líneas, y eso a pesar de que apenas tenía argumento. El relato, narrado en primera persona, cuenta la historia de Holden Caulfield, un chico de diecisiete años que, poco antes de Navidad, se fuga del colegio. Y ésa era toda la trama de la novela: los tres días que duraba la fuga del protagonista. Pero, además, aquel relato mostraba los recuerdos, los pensamientos y las emociones de Holden, su confusión, su tristeza y su sentido del humor. Lo cierto es que no podía evitar identificarme con él, y muchas de las cosas que expresaba el personaje, aunque yo nunca las hubiera pensado, pasaban a ser mías al segundo siguiente de leerlas.
      Pero había algo más. No tardé en comprender que, cuando Holden Caufield decía algo, en realidad quería decir otra cosa, como si por detrás del texto escrito hubiera palabras invisibles. En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez: una, la que podía leerse, y otra, la que se intuía más allá de la letra impresa. Y eso, creo yo, era lo que prestaba tanta autenticidad al relato, pues la vida, como averigüé con el paso de los años, siempre esconde algo distinto a lo que uno advierte a primera vista.
      A eso de las cinco y media, cansado de la soledad del dormitorio, decidí continuar la lectura en la planta baja. Me dirigí al salón y, al llegar, descubrí que allí se encontraban todas las mujeres de la familia; es decir, casi la familia al completo, con la única excepción de tío Luis quien, a juzgar por la música que surgía del sótano, estaba trabajando en su taller.
      Mi tía y sus cuatro hijas componían una estampa apacible, una imagen serena que más adelante, en el recuerdo, siempre asociaría con la calma del verano. Se hallaban muy cerca las unas de las otras, en una esquina, entre el mirador y un gran ventanal (supongo que para aprovechar mejor la luz). Rosa estaba sentada en un sofá, con un gran cuaderno de dibujo sobre las rodillas y un lápiz en la mano. A su lado, tía Adela, armada de hijo y aguja, se dedicaba a bordar sobre una tela sofá, con un gran cuaderno de dibujo sobre las rodillas y un lápiz en la mano. A su lado, tía Adela, armada de hijo y aguja, se dedicaba a bordar sobre una tela montada en un bastidor. Violeta se hallaba tumbada en el suelo, escribiendo con un bolígrafo Bic en uno de sus cuadernos de papel cuadriculado. Azucena permanecía sentada a los pies de su madre, mirándolo todo.
      En cuanto a Margarita, la verdad es que me quedé con la boca abierta cuando vi lo que hacía, pues, al igual que su madre, estaba bordando. Margarita Obregón, la rebelde, la izquierdista, la revolucionaria, ¡estaba bordando como una burguesita del siglo pasado! Quién iba a decirlo... Me aproximé a ella y contemplé su labor: una rosa escarlata entre zarcillos de hiedra. Supongo que Margarita debió de advertir la ironía que chispeaba en mi mirada, pues clavó la aguja en la tela, dejó el bastidor a un lado, se levantó, me pasó un brazo por lo hombros y me dijo:
      —Hombre, primito, me alegro de verte. Anda, ven un momento conmigo, que quiero comentarte una cosa.
      Me condujo al recibidor, se detuvo junto a la escalera y me miró sonriente, sus hermosos ojos azules parapetados tras las gafas de John Lennon.
      —Supongo que te ha extrañado verme bordar —dijo—. Es natural, no encaja con mi carácter. Pero me gusta bordar, qué voy a hacerle. Es una afición como otra cualquiera que me ayuda a relajarme. Claro que alguno que otro podría tomárselo a cachondeo, y eso no me gustaría nada. ¿Comprendes?
      —Por supuesto —contesté, reprimiendo a duras penas una risita sardónica.
      —Siempre he pensado —prosiguió ella— que hay que se comprensivo con las debilidades ajenas. Por ejemplo, comprendo perfectamente que esta mañana me estuvieras espiando mientras me duchaba.
      Me puse rojo como un tomate y empecé a farfullar, intentando rebatir esa acusación, sin encontrar las palabras adecuadas para hacerlo.
      —No te molestes en negarlo, Javier, porque, aunque no llevaba las gafas puestas, te vi perfectamente. Además, me da igual, no me avergüenzo de mi cuerpo y tampoco me parece tan malo alegrarle la vista a mi querido primito —hizo una pausa—. Pero quizá tus tíos no sean tan comprensivos como yo, ¿no te parece?
Dime, ¿te gustaría que mis padres supieran que has estado espiándome mientras me duchaba?
      Sacudí la cabeza, con tanta energía que noté un tirón en el cuello.
      —Claro que no —continuó ella—. A mí tampoco me gustaría que fueras contando por ahí que me gusta bordar. Lo comprendes, ¿verdad?
      Asentí varias veces.
      —De acuerdo, pues. Ahora, regresemos, primito, no vaya a ser que piensen que estamos haciendo algo feo.
      Me guiñó un ojo y echamos a andar camino del salón. Y yo me quedé allí, de pie en medio del recibidor, sintiéndome pillado en falta. Sin embargo, quizás a causa de la actitud de Margarita, tan desinhibida, aquello ya no me importó tanto. Regresé al salón unos minutos después y contemplé, por encima de su hombro, el dibujo que estaba realizando Rosa. Era un boceto a lápiz de la habitación con la perspectiva muy fugada.
      —Dibujas muy bien —dije.
      —Gracias, hago lo que puedo —contestó ella—. Tengo que practicar para el ingreso en Arquitectura —me miró de reojo y, como si de pronto se le hubiera
ocurrido una idea, agregó—: ¿Quieres ayudarme? Siéntate en ese sillón, frente a mí; voy a hacerte un retrato.
      Hice lo que Rosa me había pedido, pero siempre me ha incomodado posar, así que no sabía cómo ponerme.
      —¿Qué hago? —pregunté.
      —Quédate quieto. Ponte a leer si quieres.
      Abrí El guardián entre el centeno y reanudé la lectura. Rosa pasó una página de su cuaderno de dibujo, me miró fijamente durante largo rato y luego, con trazos rápidos y precisos, comenzó a desplazar el lápiz por el papel. Poco después, tía Adela se levantó, puso un disco de Bach y siguió bordando. Al cabo de un rato, las nubes se disiparon y la tarde se tornó luminosa. Y así fue cómo, por vez primera, participé del lento ritmo que presidía la vida en Villa Candelaria.
      Y creo que también fue entonces cuando realicé un importante descubrimiento. Rosa dibujaba, tía Adela y Margarita bordaban, Violeta escribía, Azucena miraba. Concentradas cada una de ellas en su tarea, no hablaban entre sí, pero de algún modo estaban completamente unidas, como si les bastara el silencio para comunicarse, como si fueran un único organismo. No pude evitar sentir un poco de envidia por aquella armonía, y también tristeza, pues comprendí que yo jamás podría formar parte del íntimo universo que componían esas cinco mujeres. Y eso era así no por ser yo un intruso sino, sencillamente, por mi condición de hombre.
      Aquella tarde también aprendí a apreciar el paso del tiempo y a percibir los tenues cambios de luz conforme el sol se desplazaba en el cielo, transformando los colores, prolongando las sombras, mientras la atmósfera iba adquiriendo, poco a poco, la textura de la noche. Fue una tarde mágica e irrepetible. Lo cierto es que leí muy poco, pues de repente todo me parecía digno de ser observado. Rosa me miraba a mí y dibujaba, y yo veía a Violeta escribir, preguntándome qué escribía, y Violeta, de cuando en cuando, me contemplaba de reojo, supongo que para asegurarse de que yo leía la novela que ella me había prestado. Y, entre tanto, Azucena nos miraba a todos.
      Poco antes del anochecer, Rosa terminó el retrato y me lo mostró. En él aparecía yo de medio cuerpo, con un libro abierto entre las manos, la cabeza inclinada y mirando de reojo a mi derecha (seguramente a Violeta). El retrato era bueno, muy bueno, pero lo que más me impresionó fue la mirada que Rosa había plasmado en mis ojos, poniendo en ellos una mezcla de asombro y desconcierto que, a mi modo de ver, reflejaba con fidelidad lo que yo era en aquel entonces. Y, supongo, lo que todavía sigo siendo.
      Rosa me regaló el dibujo; aún lo conservo y frecuentemente me quedo mirándolo largo rato, para no olvidarme, imagino, de las muchas cosas que aprendí durante ese verano.
                                                                                ***
      El sábado me desperté muy temprano, pero me quedé en la cama leyendo sin descanso hasta que terminé el libro, y aun entonces permanecí un rato más tumbado, pensando. El guardián entre el centeno me había impresionado como, hasta entonces, pocas lecturas lo habían hecho. Me sentía conmovido, y también un poco más sabio. Había un pasaje, en particular, que sin saber muy bien lo que quería decir, se me antojaba lleno de significados. Antes de levantarme lo releí:
      «¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir? Verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer.»
      Resulta un poco raro, ya lo sé, pero exactamente así me sentía yo, como alguien que buscara su sitio en el mundo sin saber muy bien cómo es ese lugar ni dónde se encuentra.
      Me levanté muy tarde, de modo que desayuné solo en la cocina, con la intermitente compañía de Ramona, que iba y venía ocupada en sus quehaceres. Luego, tras deambular un rato por la casa en busca de Violeta, sin encontrarla, me dirigí a la biblioteca y allí pasé unos minutos mirando los libros que atestaban los anaqueles de la librería. Casi todos eran ediciones antiguas de obras escritas por autores para mí desconocidos. No tardé, sin embargo, en encontrar un título familiar. Era Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, una novela que está considerada como el primer libro de ciencia ficción Aunque había visto películas basadas en esa novela, no la había leído, así que la saqué del estante y, tras sacudirle el polvo, la abrí por el principio.
      Era una edición de 1897, con tapas de cartón y un papel grueso y poroso que ahora amarilleaba a causa del tiempo y la humedad. Pero no fue ninguno de esos detalles lo que me llamó la atención, sino lo que aparecía escrito en la primera página con tinta verde y cuidada caligrafía. Era un nombre, Beatriz Obregón Hurtado, y una fecha, 1901.
      Me quedé de piedra. ¿Ese libro había pertenecido a Beatriz Obregón, la misteriosa antepasada que, según Margarita, era la ladrona de la familia? Fue como ver, esta vez de forma tangible, un fantasma. Me aproximé al retrato de Beatriz y lo contemplé durante mucho rato, sintiendo una extraña sensación de irrealidad a tener entre las manos un objeto que había pertenecido a esa mujer, como si las décadas que nos separaban hubieran quedado borradas de golpe al compartir, ella y yo, aquel libro.
      Entonces, la puerta se abrió y Violeta entró en el salón. Llevaba una camisa muy amplia, con las mangas enrolladas, unos viejos pantalones vaqueros y botas de baloncesto. ¿Por qué se empeñaba, me pregunté, en vestir como un chico?
      —Hola —la saludé.
      Sin contestarme, Violeta le echó un vistazo al cuadro que yo había estado mirando.
      —Es guapa, ¿verdad? —dijo, sin apartar los ojos del retrato.
      —Sí, mucho, aunque parece triste —le mostré el ejemplar de Frankenstein—. Mira, he encontrado un libro con su nombre.
      Violeta se encogió de hombros.
      —Hay muchos libros suyos por la casa, casi todos novelas góticas. A Beatriz le gustaban las historias tremebundas, como a ti. Por cierto, ¿ya has leído el libro que te presté?
      —Sí, y me ha encantado. Es..., es..., es como si el autor lo hubiera escrito para mí. En fin, no sé cómo explicarlo, pero me ha gustado mucho. ¿No te importa que me lo quede unos días más? Me gustaría volver a leerlo.
      Los labios de mi prima iniciaron una sonrisa.
      —Te lo regalo —dijo—. Tengo otro ejemplar. Y haces bien en releerlo; yo ya lo he hecho siete veces.
      —Pues gracias..
      Violeta volvió la mirada hacia el retrato de Beatriz y guardó unos segundos de silencio.
      —Creo que es ella —dijo al fin.
      —¿Cómo?...
      —Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día.
      —¿Te has vuelto loca? Yo no...
      —Anteayer —me interrumpió—, cuando nos encontramos en el pasillo, te vi mirando hacia la escalera. Estabas pálido, Javier, y parecías asustado. ¿Qué viste?
      En fin, podía haber seguido negándolo todo, pero no parecía que Violeta fuese a reírse de mí —más bien todo lo contrario—, así que al final acabé por hablarle del episodio de la respiración en el dormitorio, de los pasos que escuché tras la puerta y del vuelo de una falda que creí ver en las escaleras. Violeta se quedó pensativa y, tras un prolongado silencio, dijo:
      —Siempre es así; nunca aparece del todo —suspiró—. Yo también la he visto, Javier. Muchas veces. Un movimiento que entrevés por el rabillo del ojo y, cuando vuelves la cabeza, ya no hay nada; un reflejo en el cristal de la ventana, una sombra, el sonido de unos pasos, la sensación de que hay alguien a tu lado cuando vuelves la cabeza, ya no hay nada; un reflejo en el cristal de la ventana, una sombra, el sonido de unos pasos, la sensación de que hay alguien a tu lado cuando estás sola... Y siempre, siempre, siempre, el olor a nardos. ¿Y sabes lo más extraño de todo? Nadie más la ha visto, ni mis padres ni mis hermanas —hizo una pausa y agregó—: Bueno, puede que Azucena sí. Hace unos años, cuando era muy pequeña, hablaba de una señora de blanco que venía a visitarla por las noches. Mis padres pensaban que eran fantasías suyas...
     —Un momento —la interrumpí—. ¿Estás diciendo en serio que hay un fantasma en la casa?
     Violeta desvió la mirada. De repente, parecía avergonzada.
     —Creía que sólo yo podía verla. Incluso llegué a pensar que estaba chiflada. Y ahora, de repente, apareces tú y también la ves. Es extraño, la verdad, no sé qué pensar.
     —A ver si nos aclaramos —insistí—. Dices que aquí hay un fantasma —señalé el cuadro—. ¿El fantasma de Beatriz Obregón?
     Mi prima se encogió de hombros.
     —No estoy segura, pero creo que sí, que es ella.
     Me eché a reír.
     —Eso es una tontería —objeté—. Los fantasmas no existen.
     Violeta frunció el ceño.
     —Entonces, ¿cómo explicas lo que te pasó?
     —Yo qué sé. Imaginaciones mías. Pero, ¿fantasmas?... Es absurdo.
     —¿Y eso quién lo dice? —replicó ella, airada—. ¿Alguien que sólo lee ciencia ficción?
     —La ciencia ficción no trata de fantasmas.
     —No, claro, trata de hombrecitos verdes, que es un tema mucho más serio.
     Respiré hondo. Violeta tenía la virtud de sacarme de quicio.
     —Cuando leo ciencia ficción —repuse con mal reprimido enfado—, sé que lo que leo es una fantasía. Pero tú me estás hablando de la vida real. Así que hay un fantasma en la casa, ¿no? —le dediqué la más sarcástica de mis sonrisas—. ¿Y por casualidad no has visto gnomos en el jardín?
     Violeta encajó la mandíbula y puso los brazos en jarras.
     —Tan estúpido es el que se lo cree todo —me espetó, muy, pero que muy enfadada—, como el que no se cree nada, aunque los hechos demuestren lo
contrario —resopló—. No sé por qué pierdo el tiempo hablando contigo.
     Sacudió la cabeza y echó a andar hacia la salida. Entonces me di cuenta de que estaba siendo injusto. Violeta se había acercado a mí, por primera vez,
pensando que compartíamos algo —aunque fuera algo tan ridículo como un presunto fantasma—, y con mi actitud lo único que iba a conseguir era separarnos de nuevo.
     —Espera —la contuve—. Vale, perdona, no debería haberme reído de ti —dice una pausa y proseguí—: Vamos a ver, supongamos que hay un fantasma, y supongamos también que es el fantasma de Beatriz Obregón. Entonces, ¿qué quiere? ¿Por qué se dedica a dar vueltas por la casa jugando al escondite?
     Todavía malhumorada, Violeta murmuró:
     —No lo sé.
     —Pues entonces cuéntame algo de Beatriz Obregón. Margarita comentó que era una ladrona, pero no me dijo nada más. ¿Qué hizo esa mujer? ¿Y qué son las Lágrimas de Shiva?
     Poco a poco, el semblante de Violeta se fue serenando.
     —¿No conoces la historia?
     —No.
     —Pues te la voy a contar. Pero no aquí. Anda, vamos a dar un paseo.
     Dicho esto, se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Devolví a toda prisa el viejo ejemplar de Frankenstein a su lugar en la librería y fui tras mi prima.
     —¿Adónde vamos? —pregunté.
     —Al cementerio —contestó Violeta.


  1. ¿Cómo se siente Javi en casa de sus tíos?
  2.  ¿Por qué?¿Quién es Ramona?
  3.  ¿Qué tres sucesos rompen la monotonía de la vida de Javi? 
  4. ¿A qué ayuda Javi en la casa? A
  5.  Cuando regresa a su cuarto y se va a duchar, ¿qué contempla? 
  6. ¿Qué libro le lleva su prima Violeta?
  7.  ¿Por qué le parece interesante el libro El guardián entre el centeno?
  8. ¿Qué significa la frase: “En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez”?
  9.  ¿Qué hacía la familia por las tardes?
  10. ¿Por qué no le pega a Margarita la actividad que estaba realizando?
  11. ¿Por qué le chantajea Margarita?
  12.  Identifica el pasaje que más le gusta a Javier de El guardián entre el centeno. ¿Qué le hace identificarse con el protagonista?
  13. ¿De qué fecha es la edición de Frankenstein que encuentra?
  14.  Cuando Violeta le dice a Javi: “Creo que es ella . Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día”. ¿A qué se refiere?
  15.  ¿Adónde lleva Violeta a Javier para contarle la historia de Beatriz?
  16.  ¿Qué crees que son “Las lágrimas de Shiva”? • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.________________________________________
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• Describe las actividades que hace tu familia un domingo por la tarde ____________________________________________________________________________________
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7 comentarios:

  1. 1. ¿Cómo se siente Javi en casa de sus tíos?: Solo, aburrido.

    2. ¿Por qué? ¿Quién es Ramona?: Porque son todas mujeres no ahí chicos y se siente ignorado.- La asistenta.

    3. ¿Qué tres sucesos rompen la monotonía de la vida de Javi?: Que tienen asistenta, la casa es muy grande y no ahí chicos para divertirse.

    4. ¿A qué ayuda Javi en la casa?: A limpiar la tarima, cera.

    5. Cuando regresa a su cuarto y se va a duchar, ¿qué contempla?: Un libro suyo.

    6. ¿Qué libro le lleva su prima Violeta?: Una novela.

    7. ¿Por qué le parece interesante el libro El guardián entre el centeno?: Porque estuvo observando a su prima margarita.



    dani

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    1. 8. ¿Qué significa la frase: “En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez”?: Que eran cuentos muy juntos.

      9. ¿Qué hacía la familia por las tardes?: Una coser, otra o otro ver la televisión
      con su coca cola.

      10. ¿Por qué no le pega a Margarita la actividad que estaba realizando?: Porque era muy guapa y tenia un cuerpazo.

      11. ¿Por qué le chantajea Margarita?: Porque le espió cuando se estaba duchando en la bañera.

      12. Identifica el pasaje que más le gusta a Javier de El guardián entre el centeno. ¿Qué le hace identificarse con el protagonista?: Que le encanta ese libro.

      13. ¿De qué fecha es la edición de Frankenstein que encuentra?: 1897

      14. Cuando Violeta le dice a Javi: “Creo que es ella . Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día”. ¿A qué se refiere?: Que Beatriz Obregón le gusta a el o que era ella la que le estaba mirando.

      15. ¿Adónde lleva Violeta a Javier para contarle la historia de Beatriz?: A su cuarto.

      16. ¿Qué crees que son “Las lágrimas de Shiva”? • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas:

      El libro trata de que un chico de Madrid llamado
      Javier tiene que pasar todo el verano en Santander en casa de sus tíos y sus
      primas debido a que su padre está enfermo.
      Cuando llega allí nota que la familia Obregón es muy rara. También le parece
      ver un espectro y un peculiar olor a nardos a lo que también dice haber visto
      y haber olido ese aroma su prima Violeta. Luego ella le cuenta quien era
      Beatriz y también le cuenta el gran misterio de Beatriz.



      Daniel Pinto
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  2. 1. ¿Cómo se siente Javi en casa de sus tíos? incomodo
    2. ¿Por qué?¿Quién es Ramona?Porque son todas mujeres no ahí chicos y se siente ignorado.- La asistenta.
    3. ¿Qué tres sucesos rompen la monotonía de la vida de Javi? Que tienen asistenta, la casa es muy grande y no ahí chicos para divertirse.
    4. ¿A qué ayuda Javi en la casa? limpiar el suelo
    5. Cuando regresa a su cuarto y se va a duchar, ¿qué contempla? un libro suyo
    6. ¿Qué libro le lleva su prima Violeta? una novela
    7. ¿Por qué le parece interesante el libro El guardián entre el centeno? Porque estuvo observando a su prima margarita.
    8. ¿Qué significa la frase: “En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez”? Que eran cuentos muy juntos.
    9. ¿Qué hacía la familia por las tardes? Una coser, otra o otro ver la televisión
    con su coca cola.
    10. ¿Por qué no le pega a Margarita la actividad que estaba realizando? porque era muy guapa y tenia un cuerpazo
    11. ¿Por qué le chantajea Margarita? porque la espío cuando estaba en la ducha
    12. Identifica el pasaje que más le gusta a Javier de El guardián entre el centeno. ¿Qué le hace identificarse con el protagonista? Que le encanta ese libro.
    13. ¿De qué fecha es la edición de Frankenstein que encuentra? 1987
    14. Cuando Violeta le dice a Javi: “Creo que es ella . Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día”. ¿A qué se refiere? Que Beatriz Obregón le gusta a el o que era ella la que le estaba mirando.
    15. ¿Adónde lleva Violeta a Javier para contarle la historia de Beatriz? a su cuarto
    16. ¿Qué crees que son “Las lágrimas de Shiva”? • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas El libro trata de que un chico de Madrid llamado
    Javier tiene que pasar todo el verano en Santander en casa de sus tíos y sus
    primas debido a que su padre está enfermo.
    Cuando llega allí nota que la familia Obregón es muy rara. También le parece
    ver un espectro y un peculiar olor a nardos a lo que también dice haber visto
    y haber olido ese aroma su prima Violeta. Luego ella le cuenta quien era
    Beatriz y también le cuenta el gran misterio de Beatriz

    • Describe las actividades que hace tu familia un domingo por la tarde:nada




    Marta & alex
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    1. 1. ¿Cómo se siente Javi en casa de sus tíos? solo y aburrido


      Marta & alex

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  3. 1-¿Cómo se siente Javi en casa de sus tíos? Solo, aburrido.
    2-¿Por qué? ?Quién es Ramona? por que son todas mujeres no haí chicos y se siente ignorado. La asistenta.
    3-¿Que tres sucsos rompen la montañíta de la vida de Javi? Que tienes asistenta, la casa es muy grande y no haí chicos para divertirse.
    4-¿A qué ayuda Javi en la casa? A limpiar la tarima, cera.
    5-¿Cuando regresa a su cuarto y se va a duchar, ¿qué contempla? Un libro suyo.
    6-¿Qué libro le lleva su prima Violeta? Una novela.
    7-¿Por qué le parece interesante el libro El guardián entre el centeno? Por que estuvo obserbando ha su prima margarita.
    8-¿Qué significa la frase: “En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez”? Que eran cuentos muy juntos.
    9-¿Qué hacía la familia por las tardes? Una coser otra ver la televisión con su coca cla.
    10-¿Por qué no le pega a Margarita la actividad que estaba realizando?Porque era muy guapa y tenia un cuerpazo.
    11-¿Por qué le chantajea Margarita?: Porque le espió cuando se estaba duchando en la bañera.
    12-Identifica el pasaje que más le gusta a Javier de El guardián entre el centeno. ¿Qué le hace identificarse con el protagonista?: Que le encanta ese libro.
    13-¿De qué fecha es la edición de Frankenstein que encuentra?: 1897.
    14-Cuando Violeta le dice a Javi: “Creo que es ella . Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día”. ¿A qué se refiere?: Que Beatriz Obregón le gusta a el o que era ella la que le estaba mirando.
    15-¿Adónde lleva Violeta a Javier para contarle la historia de Beatriz?: A su cuarto.
    16-¿Qué crees que son “Las lágrimas de Shiva”? • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas:
    El libro trata de que un chico de Madrid llamado
    Javier tiene que pasar todo el verano en Santander en casa de sus tíos y sus
    primas debido a que su padre está enfermo.
    Cuando llega allí nota que la familia Obregón es muy rara. También le parece
    ver un espectro y un peculiar olor a nardos a lo que también dice haber visto y haber olido ese aroma su prima Violeta. Luego ella le cuenta quien era Beatriz y también le cuenta el gran misterio de Beatriz.

    Martita :]

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  4. 1. ¿Cómo se siente Javi en casa de sus tíos?
    Estuvo lloviendo durante una larga semana. Poco se puede hacer en tales circunstancias, y menos cuando uno es un intruso, que es como yo me sentía en Villa Candelaria.

    2. ¿Por qué?¿Quién es Ramona?
    Porque Tía Adela pasaba los días ocupada con las tareas de la casa.
    Ayudada por Ramona, la asistenta, mantenía limpio y ordenado aquel enorme caserón, e iba a la compra, y cocinaba, y luego, por las tardes, solía ir a tomar café con sus amigas a la terraza cubierta del Rhin, un bar-restaurante situado frente a la playa.

    3. ¿Qué tres sucesos rompen la monotonía de la vida de Javi?
    Cuando Rosa bajo por el canalón.
    Cuando estuvo en el taller con Luis.
    Cuando vio la falda de una mujer bajar las escaleras.

    4. ¿A qué ayuda Javi en la casa?
    A tío Luis.

    5.Cuando regresa a su cuarto y se va a duchar, ¿qué contempla?
    A Margarita.

    6. ¿Qué libro le lleva su prima Violeta?
    El guardián entre el centeno

    7. ¿Por qué le parece interesante el libro El guardián entre el centeno?

    8. ¿Qué significa la frase: “En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez”?

    9. ¿Qué hacía la familia por las tardes?

    10. ¿Por qué no le pega a Margarita la actividad que estaba realizando?
    Porque no encaja con su carácter.

    11. ¿Por qué le chantajea Margarita?
    Para que no le cuente a los demás que le gusta bordar.

    12. Identifica el pasaje que más le gusta a Javier de El guardián entre el centeno. ¿Qué le hace identificarse con el protagonista?

    13. ¿De qué fecha es la edición de Frankenstein que encuentra?

    14. Cuando Violeta le dice a Javi: “Creo que es ella . Beatriz Obregón. Me parece que la viste el otro día”. ¿A qué se refiere?
    Que la vio el otro día.

    15. ¿Adónde lleva Violeta a Javier para contarle la historia de Beatriz?
    Al cementerio.

    16. ¿Qué crees que son “Las lágrimas de Shiva”? • Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.

    • Describe las actividades que hace tu familia un domingo por la tarde _______________________________________________


    adrián____________________

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    1. 7. ¿Por qué le parece interesante el libro El guardián entre el centeno?Por que estuvo obserbando ha su prima margarita.

      8. ¿Qué significa la frase: “En cierto modo, aquel libro eran dos novelas a la vez”?Que eran cuentos muy juntos.

      9. ¿Qué hacía la familia por las tardes?
      Una coser, otra o otro ver la televisión con su coca cola.

      12. Identifica el pasaje que más le gusta a Javier de El guardián entre el centeno. ¿Qué le hace identificarse con el protagonista?
      Que le encanta ese libro.

      13. ¿De qué fecha es la edición de Frankenstein que encuentra?1897




      Adrián :)

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