6.06.2012

4: La extraña historia de Beatriz Obregón

    La mañana era clara y soleada, aunque un poco fresca. El cementerio se encontraba en las afueras de la ciudad, así que tuvimos que coger el autobús. Violeta no dijo nada durante el trayecto y cuando llegamos se limitó a indicarme que la siguiera a través de aquel archipiélago de cruces y lápidas. Finalmente, tras adentrarnos en la zona más antigua del camposanto, se detuvo frente a un mausoleo de mármol negro coronado por la estatua de un ángel y rodeado por una verja de hierro. Sobre la entrada del sepulcro, un letrero trazado a cincel rezaba: FAMILIA OBREGÓN.
      —Ahí dentro están enterrados todos los miembros de mi familia desde mediados del siglo diecinueve —dijo Violeta—. Con una excepción.
      Giramos en torno a la verja. A espaldas del mausoleo había una solitaria tumba con una sencilla inscripción.
      Al pie de la lápida reposaba un ramillete de flores marchitas. Me volví hacia Violeta con una muda pregunta en la mirada.
      —Fue mi bisabuelo Ricardo —me explicó ella—, el hermano de Beatriz, quien decidió que la sepultura no estuviese dentro del mausoleo, sino detrás, apartada de la vista, para demostrar la reprobación de la familia.
      Le eché un nuevo vistazo a la inscripción de la lápida.
      —Sólo tenía veintidós años cuando murió —calculé. ¿Qué le pasó?
      Violeta se encogió de hombros.
      —La tumba está vacía. No hay nadie dentro y nunca lo ha habido.
      —¿Y eso?
      Mi prima se apoyó contra la verja.
      —Será mejor que empecemos por el principio —dijo tras un breve silencio—. Mi tatarabuelo, Teodoro Obregón, tuvo dos hijos: Ricardo, el mayor, y Beatriz.
Ricardo se casó pronto, de modo que, a finales del siglo diecinueve, sólo Beatriz y sus padres vivían en Villa Candelaria. Por aquel entonces había en Santander un puñado de familias muy ricas. Los Obregón éramos una de ellas, pero la más poderosa de todas era la familia Mendoza. Pues bien, poco antes del fin de siglo, mitatarabuelo pactó la boda de su hija Beatriz con Sebastián, el primogénito de los Mendoza.
      —¿Todavía había bodas de conveniencia en esa época?
      —Sí, por lo menos entre la clase alta. Para don Teodoro, mi tatarabuelo, aquel matrimonio significaba emparentar con una de las mayores fortunas de España.
Pero eso no significa que fuese una boda sin amor, al menos por una de las partes. Según dicen, Sebastián Mendoza adoraba a Beatriz.
      —Era muy guapa —observé, recordando su retrato.
      —Sí que lo era. Sebastián Mendoza estaba tan enamorado de ella que le hizo un regalo de compromiso fabuloso: las Lágrimas de Shiva.
      De nuevo aquel nombre.
      —¿Qué es eso? —pregunté.
      —Tú las has visto. Beatriz las lleva puestas en su retrato.
      Hice memoria, intentando recordar los detalles de aquella pintura. ¿Qué llevaba Beatriz Obregón? De pronto, caí en la cuenta.
      —El collar... —musité.
      —Eso es —asintió Violeta—. Sebastián Mendoza adquirió cinco piedras preciosas procedentes de la India, cinco esmeraldas enormes con forma de lágrima — guardó un breve silencio y, cuando volvió a hablar, lo hizo como si recitase un texto aprendido de memoria—: Según una vieja leyenda, el demonio Ravana odiaba al dios Shiva, pues éste le había traicionado al retirarle el apoyo que le prestaba en su lucha contra el dios Vishnú. Por ello, Ravana decidió vengarse arrebatándole a Shiva lo que más quería: su esposa Durga. Así pues, una noche Ravana entró en la morada de Durga y la asesinó, arrancándole el corazón, el cerebro, los riñones y el hígado. Shiva, al ver el cadáver de su amada, derramó cinco lágrimas. Entonces tuvo lugar un prodigio: las lágrimas se convirtieron en los órganos que Ravana le había quitado a Durga, y así fue cómo ésta resucitó, gracias al amor que le profesaba su esposo —hubo un nuevo silencio—. Bueno, pues ésa es la leyenda que dio nombre a las esmeraldas: las Lágrimas de Shiva. Sebastián Mendoza hizo engarzar las cinco esmeraldas en un collar de oro y brillantes y se lo dio a Beatriz como regalo de compromiso. Aquella joya valía millones, Javier. Era tan maravillosa que, durante una semana, estuvo expuesta en el ayuntamiento para que todo el mundo pudiera verla. Aquel matrimonio se convirtió en el acontecimiento más importante de la ciudad.
      —¿Y qué pasó?
      —Se fijó la fecha de la boda para el diez de junio de 1901, pero nunca llegó a celebrarse, porque el día antes de la ceremonia Beatriz desapareció.
      —¿Desapareció?
      Violeta hizo un gesto vago.
      —Se esfumó, se largó a la francesa. Pero eso no fue lo malo, pues no sería la primera vez que dejan a un novio plantado al pie del altar. El verdadero problema vino después. Cuando uno de los prometidos rompe su compromiso de boda, está obligado a devolver los regalos, de modo que los Mendoza le exigieron a los
Obregón que devolvieran las Lágrimas de Shiva —hizo una pausa y agregó—: Pero el collar también había desaparecido.
      —¿Beatriz lo robó?
      —Eso fue lo que pensó todo el mundo, que Beatriz se había fugado con el collar. Fue un escándalo. Los Mendoza acusaron de ladrones a los Obregón, hubo pleitos, peleas... Y así hasta hoy.
      —¿Y qué pasó con Beatriz?
      —Nunca más volvió a saberse de ella. Diez años después, su hermano la dio por muerta y mandó construir esta tumba en su memoria. Pero la puso detrás del panteón, para que todo el mundo supiese que la familia se avergonzaba de ella.
      Una ráfaga de viento revolvió sus cortos cabellos. Violeta guardó silencio y yo miré en derredor. El cementerio estaba casi desierto. Tan sólo distinguí, a lo lejos, a una anciana rezando ante una tumba y a un hombre con un mono de trabajo que se alejaba empujando una carretilla. Volví la mirada hacia el sepulcro de Beatriz y lo contemplé durante unos segundos. Entonces, por primera vez, me fijé en el ramillete que descansaba sobre la lápida. Las flores estaban marchitas, pero no debían de llevar allí más de una o dos semanas.
      —¿Quién ha puesto esas flores? —pregunté.
      Violeta volvió la cabeza y miró el ramillete con extrañeza, como si hasta ese momento no hubiera advertido su presencia.
      —No tengo ni idea —dijo—. Nadie viene nunca por aquí. Qué raro...
                                                                                 ***
      De regreso a Villa Candelaria, Violeta y yo nos dirigimos de nuevo a la biblioteca y, durante unos minutos, contemplamos en silencio la imagen al óleo de Beatriz. Ahora que conocía su historia, aquella mujer me parecía más próxima, pero también más enigmática, como si aquel cuadro, en vez de un retrato, fuera un acertijo. Examiné el collar, que el pintor había reproducido con minuciosidad de orfebre: las Lágrimas de Shiva parecían destellar en torno al cuello de Beatriz, engarzadas en oro y rodeadas de brillantes.
      —¿Crees que Beatriz robó el collar? —pregunté.
      Violeta dejó escapar un suspiro.
      —Eso parece. Está claro que se largó de Santander y empezó una nueva vida en alguna parte. Para hacer eso necesitaba mucho dinero, así que lo más probable es que se llevara el collar y lo vendiera.
      Contemplé de nuevo la imagen de Beatriz Obregón.
      —Parece tan triste —comenté—. ¿Qué le pasaría?...
      Violeta señaló con un dedo el ángulo inferior derecho del cuadro.
      —Fíjate ahí —dijo.
      Al pie de la firma del pintor, casi imperceptible, había una fecha: Mayo de 1901.
      —Beatriz —continuó mi prima— estaba a punto de casarse cuando le hicieron este retrato.
      —Y no amaba a su novio —completé yo el razonamiento—. Por eso estaba tan triste —sonreí—. De todas formas, podía haberse consolado pensando que llevaba al cuello una millonada.
      Violeta me miró con desdén.
      —¿Te gustaría que te compraran como a una vaca?
      —Hombre, si fueran a darme un collar como ése, me lo pensaría.
      Violeta volvió a suspirar, esta vez con resignación, como si yo fuera un caso perdido.
      —Desde luego, primito —dijo—, tienes la sensibilidad en el trasero —sacudió la cabeza—. Ella no estaba enamorada de Sebastián Mendoza. Hizo bien en largarse. Fue la más valiente de todos mis antepasados. Desde hace siglos, los Obregón se han quedado aquí, en Santander, sin cambiar nada, haciendo lo mismo que hacían sus padres y sus abuelos, y convencidos de que sus descendientes harían lo mismo. Más que una familia, parecemos un viejo árbol lleno de moho.
Beatriz fue la única que se atrevió a hacer lo que le dio la gana.
      —Y, según tú, su espíritu ronda por Villa Candelaria. ¿Por qué crees que es ella?
      —Bueno, esa aparición..., o lo que sea, parece una mujer, ¿no? El perfume de nardos, los pasos ligeros, la falda que viste en la escalera, todo eso son cosas de mujer. Además... —Violeta titubeó, insegura—. Dicen que los fantasmas son los espíritus de las personas que tienen alguna deuda que pagar en este mundo, y
Beatriz la tiene.
      Me parecía ridículo estar hablando en serio de esa clase de cosas, pero hice esfuerzos por adoptar una expresión seria.
      —¿De verdad crees en fantasmas? —pregunté.
      —No, no creo en fantasmas. Lo que creo es que hay un fantasma en Villa Candelaria... —Violeta enmudeció, como si se hubiera dado cuenta de lo absurdo que era lo que acababa de decir—. En fin, no sé. Durante mucho tiempo pensaba que sólo yo la veía, pero ahora... Ahora tú también la has visto, Javier, y eso debe
de significar algo.
                                                                                 ***
      Nada extraño sucedió durante los siguientes días, así que no tardé en olvidarme del fantasma que, supuestamente, rondaba por Villa Candelaria. Sin embargo, desde que fuimos al cementerio y ella me contó la historia de Beatriz Obregón, Violeta y yo comenzamos a llevarnos mucho mejor. Nos reuníamos para charlar, o para dar un paseo, o simplemente para escuchar música en el tocadiscos del salón. Al principio, nuestros temas de conversación giraban en torno a la literatura.
Intercambiamos con entusiasmo opiniones sobre El guardián entre el centeno y también comentamos Un mundo feliz y 1984, pero una vez agotadas estas tres
novelas —las únicas que compartíamos—, ella inició una particular campaña en contra de mi afición a la fantasía científica.
      Lo soporté con estoicismo, pero al cabo de tres días, cansado de escuchar diatribas contra un género que, en realidad, ella no conocía, decidí contraatacar. Una mañana salí temprano de casa, me dirigí a una librería del centro de la ciudad y compré un ejemplar de Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury. Ya había leído ese libro, pero no era para mí, sino para regalárselo a Violeta. Aún recuerdo la cara que puso cuando se lo di. Leyó el título con recelo, alzó una ceja y preguntó:
      —¿De qué trata esto? ¿De marcianos?
      —Sí —asentí con una beatífica sonrisa—, más o menos.
      —Gracias, pero... Es que a mí estas cosas no me gustan, ya lo sabes.
      —Ya, pero este libro es distinto.
      —Es que...
      —Léelo, por favor, y así luego podrás ponerlo verde con conocimiento de causa.
      Al fin, si bien a regañadientes, Violeta aceptó leerlo. Crónicas Marcianas era mi arma secreta contra quienes criticaban la ciencia ficción sin conocerla. No se trata de una novela, sino de un antología de cuentos centrados en la colonización de Marte por la humanidad; pero uno de sus rasgos de originalidad radica en que el punto de vista de los relatos no es el de los terrestres, sino el de los marcianos. Tampoco pretende ser una obra realista —el Marte que describe Bradbury es completamente imaginario—, sino poética, y melancólica, y terriblemente pesimista. Uno de los párrafos del libro dice, refiriéndose a Marte y al hallazgo de una vieja civilización marciana ya desaparecida:
                 «—No arruinaremos este planeta —dijo el capitán—. Es demasiado grande y demasiado interesante.
                 —¿Cree usted que no? Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar todo lo noble, todo lo hermoso. No
            pusimos quioscos de perritos calientes en el templo egipcio de Karnak sólo porque quedaba a trasmano y el negocio no podía dar excesivos beneficios.
            Y Egipto es una pequeña parte de la Tierra. Pero aquí todo es antiguo y diferente. Nos instalaremos en algún lugar y lo estropearemos todo.
            Llamaremos al canal, canal Rockefeller; a la montaña, pico del Rey Jorge, y al mar, mar de Dupont; y habrá ciudades con nombres como Roosevelt, Lincoln y Coolidge, y esos nombres nunca tendrán sentido, pues ya existen los nombres adecuados para esos sitios.»
           Lincoln y Coolidge, y esos nombres nunca tendrán sentido, pues ya existen los nombres adecuados para esos sitios.»
      Crónicas Marcianas es un gran libro, la demostración perfecta de que hay mucho más en la ciencia ficción que naves espaciales, monstruos con ojos de insecto y pistolas de rayos. Por eso se lo dejaba siempre a la gente que me criticaba por leer «marcianadas», y por eso, al día siguiente después del desayuno, Violeta me llevó a un aparte y me dijo:
      —Ese libro, Crónicas Marcianas, es... En fin, no podía imaginarme que la ciencia ficción pudiera ser tan..., tan poética. Me ha gustado mucho, Javier. Gracias por regalármelo. Pero, en realidad, el libro no trata de Marte, ni de los marcianos, sino de la gente normal y corriente.
      —Claro —asentí, quizá con un poco de suficiencia—, la buena ciencia ficción siempre es así.
      Violeta hizo una larga pausa, como si estuviera dándole vueltas a algo y le costara traducirlo a palabras.
      —Son unos cuentos tan tristes —dijo al fin—, con unos personajes tan reales, y esos marcianos que parecen fantasmas... ¿Sabes?, creo que esta casa, Vi lla Candelaria, se parece un poco al Marte del libro: un lugar decadente poblado de fantasmas.
      Otra vez dándole vueltas a los fantasmas, pensé; pero no tuve tiempo de decir nada, porque ella recuperó al instante su mejor expresión de «chica-joven-pero- madura-y-culta» y me espetó:
      —Vale, Crónicas Marcianas es un libro muy bueno, lo reconozco, pero la mayor parte de la ciencia ficción es una mierda.
      —Por supuesto —acepté—, pero la mayor parte de todo es una mierda.
      Violeta sacó entonces del bolsillo trasero de sus vaqueros un libro y me lo entregó. Era El viejo y el mar, de Hemingway.
      —Léelo —me dijo—, te va a gustar.
                                                                                 ***
      Me gustó El viejo y el mar; es un relato muy hermoso, tan triste y poético como Crónicas Marcianas. En ciento modo, ambas obras hablan de lo mismo: de las cosas que desaparecen con el tiempo, como los pétalos de la rosa de ayer.
      A partir de entonces, Violeta y yo nos embarcamos en una especie de cruzada literaria: le dejaba un libro y ella me daba otro, al que yo contestaba con un nuevo título que, a su vez, ella correspondía con otra novela. Más que un intercambio de lecturas, parecía un combate, como si cada uno de nosotros quisiera noquear al contrario a base de buenas historia. En el fondo no es de extrañar, pues Violeta era muy competitiva. Y supongo que yo también, aunque en menor grado. Cuando acabé El viejo y el mar, le dejé Ciudad, de Simak, y ella me prestó a continuación la metamorfosis, de Kafka... Aquel verano fue, también, un verano de buenas y sabias lecturas.
      Y precisamente un libro me trajo la primera clave para resolver un acertijo que ni siquiera me había propuesto desentrañar. Entre sus páginas hallé un antiguo mensaje, un breve texto manuscrito tan escasamente importante que, de no ser por el modo en que di con él, apenas le hubiera prestado atención. Pero la forma en que lo descubrí resultó tan extraña, tan misteriosa, que no sólo me vi atrapado por aquellas líneas escritas con tinta verdosa, sino que comencé a sospechar que Violeta tenía razón y, en efecto, una extraña presencia moraba en la casa.
      La metamorfosis, de Franz Kafka, narra una especie de pesadilla en la que un hombre, Gregorio Samsa, asiste con indiferencia a su transformación en insecto. Se trata de un relato no muy extenso, de modo que lo leí con rapidez. Al terminarlo, una tarde en la soledad de mi dormitorio, me sentí un poco extraño, como si el texto de Kafka se resistiera a abandonar mis pensamientos. Tía Adela había salido de compras con sus hijas y en Villa Candelaria sólo quedábamos tío Luis — quien, como siempre, permanecía encerrado en su taller— y yo. Aburrido, y sin saber cómo ocupar el tiempo, le eché un vistazo a las novelas que había traído de Madrid, pero ninguna me pareció lo suficientemente atractiva.
      Entonces recordé el ejemplar de Frankenstein que había encontrado en la biblioteca. Hacía tiempo que deseaba leer aquel libro, pero nunca me había decidido a hacerlo, quizá porque era una novela muy antigua. Pero aquella tarde me propuse acometer la tarea, así que bajé a la biblioteca, cogí el libro, regresé a mi cuarto y me tumbé en la cama. Abrí la novela por la primera página y le eché un vistazo a la firma que Beatriz Obregón había estampado justo debajo del título. La caligrafía era primorosa de puro anticuada, con los trazos más dibujados que escritos y la letra curvilínea y estilizada. Pensé que ya nadie escribía así; luego, volví la página y comencé la lectura.
      Aguanté poco más de hora y media. El Frankenstein de Mary Shelley me pareció una novela pesadísima, un auténtico ladrillo. Estaba escrita, además, con un estilo ampuloso y cursi, aunque esto quizá se debiera a la anticuada traducción. Fuera como fuese, llegué a la página sesenta y ya no pude proseguir, así que cerré el libro, lo dejé sobre la mesilla, salté de la cama y me aproximé a la ventana.
      Atardecía. El sol, al declinar en el cielo, prolongaba las sombras y teñía de oro la atmósfera del jardín, mientras una suave brisa jugaba con las hojas de los árboles. El conjunto de chalés y caserones que conformaban el barrio de El Sardinero estaba silencioso y tranquilo. Cerré los ojos, extendí los brazos y me desperecé. Entonces, de repente, percibí algo que me erizó el vello de la nuca.
      Olía a nardos.
      Me volví bruscamente, esperado y a la vez temiendo encontrarme con una aparición, un fantasma, qué sé yo, algo sobrenatural, pero no vi nada raro: la habitación permanecía exactamente igual que antes. Sin embargo, olía a nardos. Contuve el aliento y paseé la mirada lentamente, con detenimiento, por las paredes, el suelo, los muebles, la cama... Entonces lo vi, sobre la colcha, el ejemplar de Frankenstein abierto por la mitad. Estaba seguro de haberlo dejado en la mesilla, pero ahora se encontraba allí, encima de la cama.
      Con el pulso acelerado, avancé unos pasos y examiné la página por donde estaba abierta la novela. Era el comienzo del capítulo veinte y en los márgenes había unas líneas escritas con la elegante caligrafía de Beatriz Obregón. Las manos me temblaban cuando cogí el libro y comencé a leer el texto trazado con tinta verde.
      «En cierto modo, soy semejante al patético monstruo creado por el doctor Frankenstein. No me siento partícipe de este mundo pequeño y mezquino donde he nacido, no pertenezco a ningún lugar y nada tengo en común con aquellos a quienes, por clase y condición, debería considerar mis iguales. Desgraciadamente, como le ocurre a la criatura del relato, el precio que he de pagar por ser distinta a los demás es la soledad. Desde el mirador donde me encuentro diviso el horizonte azul grisáceo del mar, y me digo a mí misma que allí, al otro lado del océano, se encuentra mi anhelo secreto, mi libertad.
      Esta mañana, al pasar por delante de Las Herrerías, creí ver el Savanna, pero no fue así. Los ojos me engañaron y me sentí muy triste.»
                                                                                  ***
      Cuando, a última hora de la tarde, tía Adela y mis primas regresaron a Villa Candelaria, fui en busca de Violeta, la llevé casi a rastras a mi dormitorio y le conté lo que había pasado. Violeta me escuchó en silencio, muy seria, leyó el texto escrito en los márgenes del Frankenstein y, finalmente, me preguntó:
      —¿Ya te lo crees?
      —¿El qué, lo del fantasma? ¡Pues claro que me lo creo! ¿No te he dicho que dejé el libro sobre la mesilla? Después, me acerqué a la ventana, noté que olía a nardos, me di la vuelta y, ¡zas!, el libro ya no estaba en la mesilla, sino sobre la cama, abierto justo por donde está escrito a mano. ¡Es la repera! —aún estaba muy excitado y tenía serios problemas para dejar de hablar—. Es lo más increíble que me ha pasado nunca. Sólo aparté la mirada unos segundos, quince como mucho, y el libro fue volando de un lado a otro. Tiene que ser algo sobrenatural, tenías razón. Nunca he visto...
      —¿Hay algo más escrito? —me interrumpió ella mientras hojeaba el libro.
      Sacudí la cabeza.
      —No. Lo he comprobado página por página y sólo he encontrado ese texto. Oye, ¿no deberíamos comentárselo a tus padres?
      Violeta me dirigió una mirada llena de escepticismo.
      —¿Contarles qué? ¿Qué hay un fantasma en la casa? Vale, díselo tú, que a mí me da la risa. Ellos no la ven, Javier, ni la oyen, ni huelen su perfume. Pensarían que les estamos tomando el pelo, o que nos hemos vuelto locos.
      Mi prima tenía razón: aquello era demasiado increíble para ir contándolo alegremente por ahí.
      —Bueno —dije al cabo de unos segundos—, entonces, ¿qué hacemos? Porque no me apetece vivir en una casa encantada, ¿sabes?
      Violeta alzó un ceja.
      —¿Tienes miedo? —preguntó.
      —No. Tengo miedo cuando voy al dentista. Ahora estoy acojonado, que es muy distinto. ¿Es que no has entendido lo que te he dicho? Hay un fantasma,
¡demonios!, y mueve las cosas de un lado a otro. Eso no es normal, caray... Por ejemplo, en mi casa de Madrid no hay fantasmas, ni en las casas de mis amigos. La gente normal no suele tener espíritus en el cuarto de invitados, ¿sabes?...
      —Vale, vale, pero tranquilízate. He vivido siempre aquí y nunca me ha pasado nada. Es un fantasma inofensivo —contempló el escrito de Beatriz Obregón y agregó—: Lo que deberíamos preguntarnos es por qué quiere ella que leamos esto.
      —¿Para que nos caguemos de miedo? —sugerí.
      —No digas tonterías. Beatriz quiere decirnos algo.
      —Pues podría mandarnos un telegrama.
      Violeta ignoró mi comentario y volvió a examinar el ejemplar de Frankenstein.
      —Según la fecha que hay junto a la firma —comentó, pensativa—, Beatriz leyó la novela en 1901, el mismo año que desapareció...
      Dicho esto, mi prima se sumió en un reflexivo mutismo. Al parecer, pensé al cabo de unos segundos, íbamos a jugar a Sherlock Holmes. El caso de la
antepasada desaparecida, así podría titularse nuestra historia. Me senté en la cama, al lado de Violeta, cogí el libro y volví a leer el texto escrito en el margen.
      —Pues no se me ocurre qué demonios pretende decirnos tu tía-bisabuela —comenté—. Vale, sí, que estaba muy triste, que se sentía diferente al resto del
mundo y que se moría de ganas de largarse. Pero eso ya lo sabíamos, ¿no? A fin de cuentas, ese mismo año se fue de Santander.
      Violeta tardó en contestar.
      —Lo único que sabemos es que desapareció —dijo al fin—. Pero eso no significa que se fuera de la ciudad. Quizá la mataron.
      —¿Qué?...
      —Beatriz desapareció el día antes de su boda, durante la noche que va del nueve al diez de junio. Bueno, pues puede que alguien entrara en su habitación aquella noche y, después de asesinarla, robara el collar. Luego, el asesino se deshizo del cadáver.
      Parpadeé con desconcierto; en ningún momento había considerado la posibilidad de un asesinato.
      Parpadeé con desconcierto; en ningún momento había considerado la posibilidad de un asesinato.
      —Y ahora —repuse—, setenta años después, el fantasma de Beatriz se nos aparece para que resolvamos el misterio de su muerte. Demasiado novelero, ¿no?
      —¿Por qué? Había un móvil: las Lágrimas de Shiva. El collar estuvo expuesto en el ayuntamiento, así que todo el mundo conocía su existencia. Cualquiera pudo robarlo —Violeta hizo un vago ademán—. De todas formas, sólo son suposiciones. Pudo suceder cualquier cosa —señaló el texto manuscrito—. Pero estoy segura de que Beatriz pretende decirnos algo, y creo que la clave está en el último párrafo.
      Bajé la mirada y releí las últimas líneas: «Esta mañana, al pasar por delante de Las Herrerías, creí ver el Savanna, pero no fue así. Los ojos me engañaron y me sentí muy triste.»
      —¿Qué es «el Savanna»? —pregunté.
      —No tengo ni idea. Y tampoco conozco ningún lugar que se llame Las Herrerías.
      De repente, nos quedamos sin saber qué decir.
      —Bueno —pregunté—, ¿qué vamos a hacer?
      Violeta se encogió de hombros.
      —No sé —dijo—. Intentar averiguar qué es el Savanna.
 
 ***
      Aquella noche tardé mucho en dormirme y, cuando lo conseguí, mis sueños fueron inquietos. El incidente del libro me había convencido de que una fuerza sobrenatural moraba en la casa, y aquello me ponía muy nervioso. Aunque nervioso no es la palabra adecuada; lo que estaba era asustado.
      Por fortuna, Beatriz no hizo acto de presencia, ni aquella noche ni en los días sucesivos. Sin embargo, el misterio de su desaparición me había atrapado. Intenté volver a comentar el tema con Violeta, pero durante los siguientes días mi prima se mostró reservada y distante, como si no quisiera hablar conmigo. De hecho, apenas estaba en casa, pues salía por la mañana, regresaba a la hora de comer y volvía a irse a primera hora de la tarde.
      Así que me quedé solo, con la cabeza llena de preguntas, dudas y temores. Y para matar el tiempo, comencé una pequeña investigación. Según Violeta, había más libros de Beatriz en la biblioteca, de modo que me puse a buscarlos. Encontré veintitrés, todos ellos firmados y fechados entre 1892 y 1901. En su mayor parte eran novelas góticas —Melmoth el errabundo, El castillo de Otranto, El monje y cosas así—, pero también había relatos de aventuras de Stevenson o Conrad, y algunas obras de las hermanas Brontë, Jane Austen o Wilkie Collins.
      Desgraciadamente, y aunque los examiné con detenimiento, no encontré en ellos ningún otro texto manuscrito. No obstante, sirvieron para formarme una idea sobre la personalidad de la mujer que los había leído. Beatriz había sido una romántica, una soñadora que deseaba viajar a países lejanos y vivir aventuras exóticas.
Esa imagen encajaba, además, con lo que ella misma había escrito en los márgenes del Frankenstein, cuando miraba el mar y confesaba que al otro lado del océano se hallaba su «anhelo secreto» y su «libertad». Pero nada de esto tenía importancia, así que no tardé en abandonar mi búsqueda en la biblioteca.
      Durante aquella semana hablé por teléfono con papá un par de veces. Me dijo que estaba mejor y que tenía muchísimas ganas de volver a verme. Yo también le echaba de menos y charlar con él me llenó de nostalgia. Estábamos a mediados de julio, las lluvias habían cesado y el verano parecía haberse instalado definitivamente en el Norte. Por las mañanas me iba solo a la playa, y por las tardes daba largos paseos a lo largo de El Sardinero, por los jardines de San Roque y de Piquío. Me intrigaba la actitud de Violeta, de repente tan reservada, y no dejaba de darle vueltas al asunto del fantasma de Beatriz, aunque una nueva preocupación comenzaba a desplazar a las demás conforme iba creciendo en mi mente.
      Faltaba menos de una semana para el aterrizaje en la Luna, y en Villa Candelaria seguía sin haber televisión. Como no quería perderme aquel acontecimiento por nada del mundo, saqué el tema varias veces durante las comidas, pero nadie me hizo excesivo caso, y lo único que obtuve fue la vaga promesa, por parte de tío Luis, de que ya encontraríamos el modo de solucionar el problema.
      Entre tanto, la vida proseguía plácida y monótona en Villa Candelaria. Los días se sucedían con suavidad, sin sobresaltos, como un río profundo y remansado.
Y en aquellas aguas tranquilas, los habitantes de la casa nos dedicábamos a nuestros rituales cotidianos, dibujando, escribiendo, leyendo, bordando, construyendo imposibles móviles perpetuos, o escuchando música en el tocadiscos del salón.
      El tocadiscos, por cierto, decía mucho sobre la personalidad de lo distintos miembros de la familia Obregón. Tía Adela ponía siempre música clásica, sobre todo Brahms y Chaikovski; tío Luis era aficionado a los tangos y a los cantantes norteamericanos —incluido Elvis—; a Rosa le gustaba el jazz, pero también Leonard Cohen, Moustaky y Brassens; Margarita, por su parte, se decantaba por los Rolling Stones, mientras que Violeta era una fanática de los Beatles. En cuanto a Azucena, lo oía todo y seguía sin decir nada.
      No obstante, de vez en cuando, algún suceso quebraba la armonía de Villa Candelaria, dejando entrever que no todo era paz y sosiego en aquella familia. Eso ocurrió el martes por la noche. Me encontraba en mi dormitorio, leyendo en la cama, todavía sin desvestir, cuando poco antes de las doce escuché un rumor de susurro que provenía de la habitación de Margarita. Poco después, oí el gemido de una ventana al abrirse y unos débiles ruidos en el exterior.
      Intrigado, salté de la cama, miré a través de la ventana e, igual que había ocurrido días antes, vi cómo Rosa se descolgaba por el canalón, cruzaba sigilosamente el patio y saltaba la valla trasera. La repetición de aquel extraño comportamiento colmó el vaso de mi curiosidad, así que, olvidando la discreción que debe presidir el proceder de los huéspedes, abandoné mi cuarto y llamé a la puerta de Margarita. Tras unos segundos de espera, la puerta se abrió y mi prima asomó la cabeza por el umbral.
      —¿Qué quieres? —preguntó en voz baja, mirándome con recelo.
      —¿Sucede algo? —pregunté a mi vez.
      —No, no pasa nada. Anda, vuélvete a tu cuarto.
      —Pues si no pasa nada —susurré—, ¿por qué ha salido Rosa por la ventana?
      Margarita frunció el ceño, dudó unos instantes y, finalmente, abrió la puerta de par en par.
      —Vamos, entra —más que una invitación, fue una orden—. Y no hagas ruido.
      En el dormitorio también estaba Violeta. Ambas se quedaron mirándome en silencio, con severidad, como si yo fuera un espía al que hubieran sorprendido fotografiando documento secretos. Un poco intimidado por aquel frío recibimiento, miré a mis primas, luego contemplé la ventana por la que había salido Rosa, me encogí de hombros y pregunté:
      —Bueno, ¿qué pasa?
      —Nuestros padres no deben saber que Rosa se ha ido —me advirtió Margarita.
      —Vale, no diré nada. Pero, ¿por qué?
      —Porque no nos dejan salir por la noche —respondió Violeta—. Y Rosa había quedado esta noche con unos amigos.
      Me rasqué la cabeza, pensativo. Ahí había algo que no cuadraba.
      —Rosa tiene dieciocho años —repuse, me volví hacia Margarita y añadí—: Tú has salido muchas noches, y eres menor que ella.
      Margarita rió por lo bajo y se sentó en una silla.
      —Si vas a contárselo, Violeta —le dijo a su hermana—, cuéntaselo bien —se volvió hacia mí—. Rosa no ha quedado con unos amigos. Ha quedado con un amigo. Uno muy particular.
       Violeta le dirigió una mirada de reproche a su hermana. Luego, bajó los ojos y guardó silencio, como si estuviera decidiendo qué hacer, momento que yo
aproveché para echarle un vistazo al dormitorio de Margarita. Estaba lleno de libros, casi todos de política y muchos prohibidos por la dictadura (distinguí varios títulos de Ruedo Ibérico, una famosa editorial antifranquista que tenía su sede en París). En las paredes había varias reproducciones de cuadros de Picasso —entre ellos, el Guernica— y un póster en blanco y negro del Che Guevara.
       —Vale, te lo contaré —Violeta tomó asiento en la cama y yo me acomodé a su lado—. Pero de esto —me advirtió—, ni una palabra.
       —Soy una tumba.
       —Más te vale. Rosa está saliendo con un chico y ha quedado con él esta noche. Ese chico se llama Gabriel Mendoza.
       Mi prima me miró con seriedad, como si acabara de revelarme algo cuyo significado fuera evidente. Pero, al menos para mí, no lo era.
       —Bueno, ¿y qué?
       —Gabriel Mendoza, ¿no lo entiendes? Pero si te hablé de esa familia. Beatriz Obregón iba a casarse con uno de ellos cuando desapareció.
       —Ya, pero, ¿qué tiene eso que ver con Rosa?
       —Desde que desapareció el collar, los Obregón y los Mendoza no nos podemos ni ver —me explicó Margarita—. Así que su excelencia don Germán, el
patriarca de los Mendoza y padre de Gabriel, le ha prohibido terminantemente a su hijo que vuelva a verse con una «perra Obregón», y ésas fueron sus palabras textuales —suspiró con fingida resignación y agregó—: Manudo hijo de puta...
       —Y papá le prohibió a Rosa salir con Gabriel —concluyó Violeta.
       Miré alternativamente a mis primas. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
       —¿Queréis decir —pregunté— que todo este follón se debe a algo que sucedió hace setenta años?
       —La desaparición del collar fue lo que prendió la mecha —dijo Violeta—, pero luego sucedieron muchas más cosas.
       —Por ejemplo —señaló Margarita—, durante la Guerra Civil los Mendoza se hicieron muy amiguitos de los fascistas de Franco y, gracias a sus influencias,
consiguieron arruinar a nuestra familia. Qué simpáticos, ¿verdad? Deberías ver a Germán Mendoza, Javier; parece que se haya tragado una escoba de lo estirado que es. Se cree más noble que la reina de Inglaterra, pero, ¿a que no sabes de dónde viene su fortuna? Del tráfico de esclavos. Los Mendoza se hicieron ricos en el siglo diecisiete, capturando negros en África y llevándoselos encadenados a América para venderlos como esclavos —sonrió con ironía—. Claro que, si vamos a eso, nuestra familia se dedicaba al mismo negocio. El viejo Juan Nepomuceno Obregón también fue un jodido negrero.
       —Hace un mes —la interrumpió Violeta—, papá se enteró de que Rosa seguía viéndose con Gabriel. Entonces, se puso hecho una furia y le prohibió salir por las noches.
       —Y por eso Rosa sale a escondidas de casa —dije—. Para verse con su novio.
       —¡Novio! —Margarita profirió una risita sarcástica—. Esa es una palabra anticuada, primito. Pero sí, supongo que Rosa y Gabriel son novios. Aunque más bien parecen los protagonistas de un melodrama de amores prohibidos, como Romeo y Julieta —volvió a reír—. Montescos y Capuletos. Mendozas y Obregones —sacudió la cabeza—. Nuestra querida hermana mayor es tan, tan, tan romántica, que ha ido a enamorarse de quien más problemas podía traerle.
       —No puedes elegir a la persona de la que te vas a enamorar —terció Violeta—. El amor es algo que sucede, no algo que se planea.
       Margarita puso los ojos en blanco y unió las manos a la altura del corazón.
       —¡Oh, cuán bellas palabras! —dijo, burlona; contempló a su hermana con sorna y agregó—: Pero sólo son palabras. Las mujeres nunca deberíamos consentir que un hombre nos complique la vida. No vale la pena; hay muchos hombres para elegir.
       Violeta fulminó a Margarita con la mirada. Tras un breve silencio, se volvió hacia mí y, aunque en realidad le hablaba a su hermana, me dijo:
       —Marga no cree en esas chorradas del amor. Ella no tiene novios, sino «camaradas», y el corazón lo reserva para las masas oprimidas, no para las personas.
¿Sabes?, al nombre de Marga le falta una «A»; debería llamarse «Amarga».
       —Y a ti te falta una ene, bonita —replicó al instante Margarita—. Deberías llamarte «Violenta».
       Se produjo un silencio tan tenso que el aire parecía crepitar de electricidad. Ambas hermanas se contemplaron durante unos segundos con acritud, como dos boxeadores estudiándose antes de iniciar las hostilidades; pero yo no me dejé engañar por aquel conato de discusión. Aunque mis primas eran muy diferentes entre sí, lo cierto es que estaban muy unidas.
       Aquello era nuevo para mí. Mi hermano Alberto y yo competíamos a todas horas. Supongo que nos queríamos, pero ese cariño se traducía en una enconada rivalidad y cierta tendencia a hacerle la puñeta al contrario a la primera de cambio. Sin embargo, mis primas se ayudaban mutuamente, se guardaban secretos y se protegían las unas a las otras. Incluso cuando discutían como en aquel momento, acababa prevaleciendo el cariño sobre el rencor, y eso fue lo que sucedió entonces.
Margarita distendió el rostro con una sonrisa, se incorporó, tendió una mano, le alborotó el cabello a Violeta y dijo:
       —Vale, perdona, soy un poco cardo. Sólo tengo diecisiete años y ya he conseguido convertirme en una solterona malhumorada. Rosa está enamorada de
Gabriel Mendoza y no hay que darle más vueltas; sus razones tendrá. Personalmente, Gabriel me parece un poco pasmado, pero no es asunto mío —se volvió hacia mí—. Ni tampoco tuyo, primito. Así que, si no quieres sufrir las iras de las perras Obregón, más te vale mantener la boca cerrada —ahogó un bostezo—. Y ahora largaos, que es muy tarde y me caigo de sueño.
       Violeta y yo abandonamos el dormitorio procurando no hacer ruido. Antes de dirigirnos a nuestros respectivos cuartos, mi prima me sujetó el brazo y me dijo en voz baja:
       —¿Quieres que vayamos mañana a la playa? He estado haciendo averiguaciones y he descubierto un par de cosas muy interesantes sobre Beatriz Obregón.
Por ejemplo, ya sé lo que es el Savanna.
       —¿Y qué es?
       Violeta negó con la cabeza y echó a andar hacia su dormitorio.
       —No seas impaciente —susurró—. Te lo contaré mañana, en la playa.

ACTIVIDADES
  1. ¿Por qué Violeta lleva a Javier al cementerio?  
  2.  ¿En qué fechas nació y murió Beatriz? 
  3. ¿Cuántos años vivió?
  4. ¿Quién y por qué decidió que Beatriz fuera enterrada aparte?
  5. ¿Qué cosa increíble le sucede a la tumba? 
  6. ¿Cómo se llama el hermano mayor de Beatriz?
  7. ¿Y su padre?
  8. ¿Qué pasó el 10 de junio de 1901?
  9. ¿Cuál fue la causa de la deshonra de Beatriz?
  10. ¿Qué parece ser que hizo Beatriz, según Violeta? 
  11. ¿Por qué cree Javi que Beatriz se muestra triste en su retrato de la biblioteca? 
  12. ¿Por qué cree Violeta que el fantasma que habita Villa Candelaria es el de Beatriz?
  13. ¿Qué libro le regala Javier a Violeta? 
  14. ¿Cuál es el argumento del libro? 
  15. ¿Por qué Javier regala ese libro a los que le criticaban por leer ciencia ficción? 
  16. En contrapartida, ¿qué libro le entrega Violeta a Javier? 
  17. ¿Qué representa el dibujo de la página 93? 
  18. ¿Qué libros se intercambian? 
  19. ¿Qué libro será el siguiente en la lectura de Javier? ¿Qué le parece a Javier? 
  20. ¿Qué quiere decir el texto en tinta verde escrito por Beatriz? 
  21. ¿Qué hipótesis lanza Violeta sobre la desaparición de Beatriz? 
  22. ¿Cuántos libros de Beatriz encuentra Javier en la biblioteca?
  23.  ¿Entre qué años los leyó?
  24. Según los libros que ha visto ¿qué imagen se hace Javier de Beatriz? 
  25. ¿Cómo eran los gustos musicales de la familia Obregón?  
  26. ¿Por qué sale Rosa por la noche a escondidas?

3 comentarios:

  1. 1 ¿Por qué Violeta lleva a Javier al cementerio?
    Para ver la estatua de un angel

    2 ¿En qué fechas nació y murió Beatriz?
    en 1911 nació y murió en 1931

    3 ¿Cuántos años vivió?
    Veintidos años

    4 ¿Quién y por qué decidió que Beatriz fuera enterrada aparte?

    Sebastian por que era muy importante

    5 ¿Qué cosa increíble le sucede a la tumba?

    Que estaba vacia

    6 ¿Cómo se llama el hermano mayor de Beatriz?

    Margarita

    7 ¿Y su padre?

    Gabriel

    8 ¿Qué pasó el 10 de junio de 1901?

    Que Beatriz Obregón se murió

    9 ¿Cuál fue la causa de la deshonra de Beatriz?

    Su muerte

    10 ¿Qué parece ser que hizo Beatriz, según Violeta?

    Abandonarla en el cementerio

    FRAN

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