6.11.2012

5. SAVANNA


 Al norte de Santander, en El Sardinero, hay dos grandes playas que se unen al bajar la marea. Violeta y yo nos instalamos en la primera de ellas, la que está situada entre los jardines de Piquío y el Gran Casino. La playa se hallaba medio vacía, pues aún no habían llegado las hordas de turistas que más tarde, en agosto, abarrotarían la ciudad, así que nos instalamos cerca de la orilla, en una zona despejada y tranquila próxima a las rocas que nos separaban de la segunda playa.
    Llegamos a eso de las once de la mañana y, nada más extender las toallas, le pedí a Violeta que me contara lo que había averiguado, pero ella me dijo que tuviera paciencia, que antes de hablar le apetecía darse un baño y tomar el sol. Yo sabía, sin ningún género de dudas, que lo hacía por picarme la curiosidad, pero no quise concederle el triunfo de oírme suplicar, así que guardé silencio y juntos nos sumergimos en las gélidas aguas del Cantábrico. Estuvimos nadando durante mucho rato, hasta que las yemas de los dedos se nos arrugaron como garbanzos; entonces, salimos de agua y nos tumbamos sobre las toallas.
      Nunca me ha gustado mucho tomar el sol. Después de media hora tostándome por ambos lados, me volví hacia Violeta y la contemplé en silencio. Estaba tumbada boca arriba, con los ojos cerrados, como si durmiese, aunque yo sabía que estaba despierta. Tenía el cabello húmedo y revuelto, y su rostro, por lo usual demasiado serio, mostraba en aquel momento una expresión relajada y sensual, como si disfrutase con cada uno de los rayos de sol que incidían sobre su piel. Creo que por primera vez advertí lo bonita que era.
      Violeta solía vestir ropas anchas, de chico, pero el ceñido bañador que llevaba puesto ahora revelaba las curvas incipientes de un cuerpo a medio camino entre la niña que fue y la espléndida mujer que, en un futuro no muy lejano, habría de ser. Sin pretenderlo, mi mirada se deslizó por el arco que formaban su cintura y su cadera, y se detuvo unos instantes el la piel del muslo, suave y tersa, cubierta de un vello muy fino y dorado, con textura de melocotón. Luego, contemplé la doble curva de los senos que se insinuaban bajo el bañador, como dos colinas gemelas y... Violeta abrió los ojos.
      —¿Qué miras? —preguntó.
      De ser un avestruz, habría hecho un agujero en la arena para meter la cabeza dentro. Pero no lo era, así que me limité a sonrojarme y a volver rápidamente la
mirada, fingiendo estar absorto en las olas que rompían en la orilla.
      —Nada —contesté con toda la indiferencia posible—. Por cierto, ¿cuándo piensas contarme eso que has averiguado?
      Violeta se sentó sobre la toalla. Consultó su reloj, se sacudió la arena que tenía adherida en las piernas y dijo:
      —¿Recuerdas las flores secas que vimos en la tumba de Beatriz? Pues hablé con mi familia y ninguno de ellos las ha puesto allí. Pero eso no es todo; ayer volví al cementerio y descubrí que había más flores sobre la lápida. Flores frescas, Javier. Alguien sigue llevándole flores a Beatriz.
      —¿Y quién puede ser?
      —No tengo ni idea.
      Aquel asunto era cada vez más raro.
      —Bueno, ¿y qué pasa con eso del Savanna? Dijiste que ya sabías lo que era...
      —Y lo sé —Violeta sonrió con suficiencia—. Si Savanna tuviera una hache al final, sería una ciudad o un río de Estados Unidos. Como no la tiene, es una
ciudad de Jamaica: Savanna—la—Mar.
      —Ah, claro. Entonces, según lo que escribió Beatriz, iba paseado por Santander y, de repente, creyó ver un lugar del Caribe... Eso es una chorrada, Violeta.
      —Claro. Porque Savanna también es otra cosa.
      Se produjo un largo silencio.
      —Oye —dijo de mal humor—, ¿me lo vas a contar de una puñetera vez?
      Ella sonrió con malicia, se puso en pie y sacudió la arena de su toalla.
      —Será mejor que lo veas, Javier —dijo mientras recogía sus cosas—. Anda, vámonos, que quiero enseñarte algo.
      Nos vestimos, abandonamos la playa y cogimos el autobús que conducía al centro, aunque bajamos a mitad de trayecto, al llegar a Puerto Chico. En otros
tiempos, Puerto Chico había sido el muelle pesquero de la ciudad, pero ahora estaba casi enteramente ocupado por pequeñas embarcaciones de recreo. Frente a la dársena, en una vieja casa con la fachada jaspeada de verdín, había una tienda de efectos marinos llamada El Cormorán.
      Una campanita tintineó cuando Violeta y yo traspasamos su entrada. El interior de la tienda parecía un museo marino: había un viejo traje de buzo, escafandras, sextantes, linternas de latón, peces disecados en las paredes, cronógrafos, compases, antiguas cartas de navegación, catalejos y toda suerte de objetos relacionados con el mar. El local olía a salitre, a brea y a tabaco de pipa.
      Un hombre surgió de la trastienda. Debía de tener unos cincuenta años de edad, era de recia complexión y llevaba una chaqueta cruzada azul marino, camiseta a rayas y una gorra de capitán. Tenía el rostro muy moreno, surcado por prematuras arrugas y enmarcado por una cerrada barba entrecana; sostenía entre los dientes una humeante cachimba. En conjunto, parecía un marino de película.
      —¡Pero si es la capitana Obregón! —exclamó el hombre, sorteando el mostrador y aproximándose a nosotros con una sonrisa—. ¡Bienvenidos a bordo,
capitana y compañía!
      —Javier —dijo Violeta—, te presento a Abraham Bárcena, capitán de la marina mercante y propietario de esta tienda.
      El hombre me estrechó la mano, con tanta fuerza que creí oír cómo me crujían los huesos de los dedos.
      —Encantado de conocerte, grumete. Pero mi amiga Violeta exagera. No soy capitán, sino piloto. Aunque eso no me ha impedido navegar por los siete mares, claro está. Por mis venas la sangre corre mezclada con agua salada y uno de mis antepasados fue un tritón. He atravesado dos veces el Cabo de Hornos y tres el de Buena Esperanza, he dado cinco vueltas al mundo y he cruzado en tantas ocasiones el Ecuador que ya no sé si estoy del derecho o del revés. Los vientos alisios me llevan y la Estrella Polar me guía, la mano firme en el timón y la proa rumbo al horizonte...
      Aquel hombre hablaba como el capitán Haddock. Se notaba tanto que interpretaba un papel, y sobreactuaba de tal manera, que no pude contener la risa. Bárcena interrumpió su perorata y me miró fijamente, con la cazoleta de su cachimba humeando como si fuera la chimenea de un vapor. De pronto, estalló en carcajadas.
      —¡Vale, chaval, me has pillado! —exclamó—. Hablo así porque les encanta a los turistas. Se creen que están en el tugurio de Long John Silver y compran más género. Pero soy un auténtico marino, ¿eh? Puede que de los siete mares sólo haya navegado por cuatro, y quizá nunca haya atravesado el Cabo de Hornos, pero me embarqué por primera vez a los quince años y he pasado más de veinte en la mar. Luego, mi padre murió y tuve que hacerme cargo de la tienda. Y aquí estoy, como un viejo buque en el dique seco —dio una calada a la cachimba y exhaló una densa nube de humo—. Bueno, marineros, ¿qué puedo hacer por vosotros?
      Violeta se volvió hacia mí.
      —Abraham —me informó— es una de las personas que mejor conocen los muelles de Santander.
      —Esta tienda, El Cormorán —terció Bárcena—, tiene más de cien años. La fundó mi bisabuelo. Al principio era un almacén de artículos de pesca, pero yo loconvertí en un comercio de recuerdos y antigüedades marinas. Qué le vamos a hacer, cada vez hay menos pescadores y más turistas.
      —¿Recuerdas lo que escribió Beatriz? —me preguntó Violeta—. Decía que pasó por delante de Las Herrerías. Bueno, pues como no sabía qué era eso,  —¿Recuerdas lo que escribió Beatriz? —me preguntó Violeta—. Decía que pasó por delante de Las Herrerías. Bueno, pues como no sabía qué era eso, se lo pregunté a Abraham. Y resulta que Las Herrerías fueron los terrenos donde, a finales del siglo dieciocho, se construyó el edificio de la Aduana, en el barrio del Muelle.
      —Durante mucho tiempo —dijo Bárcena—, la gente siguió llamando a esa zona Las Herrerías.
      —Así que Beatriz estaba paseando por el muelle cuando creyó ver el Savanna —mi prima se volvió hacia el dueño de la tienda—. ¿Podrían enseñarle a Javier la foto, Abraham?
      —A la orden, capitana. Esperad un momento.
      Bárcena se dirigió a la trastienda, para regresar unos segundos después con un álbum en las manos. Lo abrió por la mitad y lo dejó encima del mostrador.
      —Entre todos los malditos cacharros que abarrotan esta tienda —dijo—, tengo una buena colección de fotografías y postales antiguas de Santander. Mira, grumete, ésta se tomó a finales del siglo pasado.
      Me incliné hacia el álbum y contemplé la postal que señalaba Bárcena. Era una vista en blanco y negro de la dársena, con cuatro veleros amarrados al muelle.
Miré la foto durante unos segundos y luego me encogí de hombros.
      —Bueno, ¿y qué? —pregunté.
      Bárcena dio un par de vigorosas caladas a la cachimba antes de ofrecerme una lupa.
      —Fíjate bien, marinero. Sobre todo, en el navío que está en primer término.
      Con ayuda de la lupa, examiné atentamente la no demasiado nítida fotografía. El barco que me había indicado Bárcena era un velero de tres palos. Al principio, no vi nada extraño en él... hasta que advertí el letrero que estaba pintado en la popa: SAVANNA.
      —El Savanna era un barco... —musité.
      —Una goleta, para ser exactos —precisó Bárcena.
                                                                            
 ***
      El propietario de El Cormorán puso el cartel de cerrado en la puerta y nos invitó a pasar a la trastienda, una pequeña sala atestada de objetos marinos más parecida a un almacén que a un despacho. Preparó café en un hornillo, lo sirvió en tres tazas y se sentó con nosotros en torno a un desvencijado escritorio.
      —Anoche me reuní con unos amigos —dijo, tras darle un largo trago a su café—, viejos lobos de mar con muchos años de singladura a las espaldas.
Estuvimos en una taberna cercana al puerto, tomando unos vinos y hablando de los viejos tiempos. El caso es que, entremedias de la charla, les pregunté por el Savanna, y resultó que uno de ellos, un marino jubilado llamado Braulio Correo, había oído hablar de él —Bárcena hizo una pausa para vaciar de ceniza su cachimba; tras encenderla de nuevo con un fósforo, prosiguió—: Según me dijo, el Savanna hacía la ruta de América y se dedicaba al comercio de especias. Por lo visto, fue una goleta muy marinera, rápida como una gaviota, pero... Bueno, por aquel entonces ya era un vestigio del pasado, como las antigüedades de mi tienda.
A principios de este siglo, cada vez había más vapores mercantes y menos veleros. Sin embargo, el Savanna podía sacarle, en el viaje a América, hasta dos días de ventaja al mejor de los vapores. Al menos, eso dice Braulio, aunque suele exagerar —su mirada se tornó soñadora—. Esos sí que eran verdaderos marinos, y no como ahora, con tanto motor y tanta gaita. Desde que le dimos la espalda al viento, nos hemos convertido en una mezcla de mecánicos y conductores de autobús.
      Bárcena dejó la cachimba sobre la mesa y apuró su taza de un trago. Cogí la mía y le di un sorbo. El café era tan amargo que me rechinaron los dientes, pero me fijé en que Violeta se lo bebía como si tal cosa, así que simulé paladear con deleite aquel brebaje asqueroso.
      —¿De quién era el Savanna? —preguntó Violeta.
      —Del capitán Simón Cienfuegos —contestó Bárcena—. Menudo nombrecito, ¿verdad? Los Cienfuegos eran unos marqueses criollos que vivían desde los tiempos de la nana en Cuba, pero Simón no pertenecía a la rama noble de la familia. A decir verdad, ni siquiera tenía derecho a usar ese apellido, porque era un bastardo y nunca fue reconocido por su padre. El caso es que el capitán Cienfuegos tenía un turbio pasado: nació en Cuba, pero se estableció en Jamaica, que por aquel entonces ya estaba bajo dominio de los ingleses. Según se rumoreaban durante su juventud se había dedicado a la piratería, pero luego adquirió el Savanna y se convirtió en comerciante, aunque imagino que no le hacía ascos al contrabando. Simón el Negro le llamaban.
      —¿Por qué? —pregunté.
      —¿Pues por qué va a ser, marinero? Porque era negro, o mejor dicho, mulato.
      —¿Tu amigo le conoció? —preguntó Violeta.
      Bárcena asintió. Luego, sacó del bolsillo una pequeña navaja y comenzó a limpiar con ella la cazoleta de la cachimba.
      —Cuando Braulio era niño —dijo—, se lo encontró aquí, en Puerto Chico. Braulio dice que era un mulato enorme, muy fuerte y malencarado, y que sólo
verle daba miedo. Pero ese hombre exagera mucho, ya os lo he dicho.
      —¿Y qué fue del capitán Cienfuegos? —pregunté.
      Sin dejar de limpiar la cazoleta, Bárcena se encogió de hombros.
      —A comienzos de este siglo dejó de fondear en Santander. Puede que se retirara, o quizá se lo tragó el mar. No tengo ni idea.
      Violeta consultó su reloj y se puso en pie.
      —Es tarde —dijo—. Tenemos que volver a casa —hizo una pausa y agregó—: Una pregunta más, Abraham. Además de carga, ¿el Savanna también
transportaba pasajeros?
      —No lo sé, pero supongo que sí. En aquélla época, casi todos los mercantes solían aceptar pasaje.
      Tras despedirnos de Abraham Bárcena, nos dirigimos andando hacia El Sardinero. Violeta caminaba abstraída en sus pensamientos, de modo que permanecimos en silencio durante un buen rato, hasta que, al llegar a la altura del palacio de La Magdalena, me dijo:
      —Bueno, ¿qué te parece?
      —¿La historia de tu amigo? No sé...
      —Pues creo que está muy claro. Beatriz quería irse de Santander, así que adquirió un pasaje en el Savanna con destino a América. Probablemente la partida estaba prevista para cierta fecha, pero el barco se retrasó... Por eso ella paseaba por el muelle, y por eso se puso tan triste cuando se equivocó al creer ver al Savanna.
      —Pero Beatriz era rica y de buena familia —objeté—. ¿Por qué se embarcó en un humilde mercante y, además, a vela? Lo lógico es que se hubiera ido en un vapor de pasajeros, ¿no?
      —Santander es una ciudad pequeña, y más lo era entonces. Si hubiese intentado irse en un vapor, lo más seguro es que su familia o los Mendoza se hubieran acabado enterando. No, ella quería irse a escondidas. ¿Y sabes lo que creo que pasó? Que Beatriz se embarcó en el Savanna llevándose las Lágrimas de Shiva, y luego, cuando estaban en alta mar, la tripulación la asesinó para quedarse con el collar.
      Me rasqué la cabeza.
      —¿Y eso de dónde lo has sacado?
      —Está claro. Beatriz desapareció y nunca volvió a saberse de ella. Por otro lado, ese tal Simón Cienfuegos era un pirata, ¿no? Seguro que la asesinó y tiró el cadáver por la borda. Por eso el fantasma de Beatriz quería que viésemos el texto escrito en el ejemplar de Frankenstein, para decirnos quién la había matado.
      Alcé los ojos y contemplé durante unos segundos las gaviotas que volaban sobre nuestras cabezas.
      —Desde luego —dije—, menudas películas te montas.
      Mi prima me fulminó con la mirada.
      —Pero qué poquita imaginación tienes, Javier —dijo con insufrible suficiencia.
      Luego, se dio la vuelta y, sin esperarme, echó a andar de regreso a casa.
      De vez en cuando, como en aquella ocasión, a Violeta le daba por tratarme como si yo fuera subnormal. Debo reconocer que, durante un instante, consideré la idea de estrangularla con mis propias manos o, igual que supuestamente había hecho Simón Cienfuegos con Beatriz, arrojar su cuerpo al océano.
                                                                                   ***
      Aquel mismo día, el dieciséis de julio de 1969, la nave espacial Apolo XI despegó de Cabo Cañaveral con destino a la Luna. El lanzamiento se retransmitió por televisión y yo lo presencié en un bar cercano a Villa Candelaria. Faltaban cuatro días para el alunizaje, pero éste tendría lugar de madrugada, a unas horas en las que no habría ningún bar abierto donde poder verlo. Y en Villa Candelaria seguíamos sin televisión.
      Apenas pude hablar con Violeta durante los siguientes días. Creo que no le había gustado mi reacción al conocer la historia del Savanna. Supongo que estaba muy satisfecha de sus pesquisas y que la decepcionó no encontrar en mí la entusiasta respuesta que ella esperaba. Lo cierto es que me importaba muy poco si Beatriz Obregón se había ido de Santander en una goleta, en globo o nadando, y que no podía tomarme en serio las truculentas historias que se había imaginado mi prima sobre asesinatos en alta mar y robos de joyas. Lo único que me preocupaba era la presencia de un fantasma en la casa, y eso no tenía nada que ver con el barco del capitán Cienfuegos.
      Fuera como fuese, Violeta sólo se dejaba ver durante las comidas y las cenas. Aunque no abandonaba la casa, tampoco se encontraba en las zonas comunes ni en su dormitorio. Entonces, ¿dónde se metía? Lo descubrí el viernes por la tarde, cuando, sin que ella advirtiera mi presencia, la vi en las escaleras que conducían a la planta alta. Aquello me extrañó, pues creía que en el tercer piso sólo había un trastero, así que al día siguiente, tras asegurarme de que Violeta había salido, decidí darme una vuelta por allí.
      Ocurrió a media mañana. Abandoné mi cuarto con una linterna y, sigilosamente, comencé a remontar los peldaños que conducían a la planta superior. Mientras lo hacía, recordé que fue precisamente en aquel tramo de escaleras donde vi el revolotear de un vestido fantasmal, y eso no me dejó del todo tranquilo, las cosas como son. La escalinata acababa desembocando en una pequeña terraza flanqueada por dos puertas enfrentadas.
      La puerta de la izquierda conducía al trastero. Era una habitación inmensa, totalmente sumida en la oscuridad, así que encendí la linterna y comprobé que estaba atestada de bártulos, muebles viejos, cajas, paquetes, pilas de revistas, hatos de ropa vieja, toda suerte de objetos, en resumen, que se amontonaban unos sobre otros hasta alcanzar la altura del techo y cubrir toda la superficie de la estancia.
      Tras echarle un rápido vistazo al desván, procedí a abrir la puerta de la derecha. Daba al torreón que presidía la casa. En realidad, era un mirador acristalado de planta circular, desde donde se divisaba un amplio panorama de El Sardinero con el mar al fondo. Pero apenas me fijé en la hermosa vista, porque, para mi sorpresa, el interior del torreón estaba limpio, en perfecto orden y amueblado con una silla de madera y un pequeño escritorio sobre el que descansaban una máquina de escribir, carpetas, cuadernos y folios.
      Aquello era una especie de despacho. Me aproximé a la mesa: la máquina de escribir era una vieja Underwood; frente a ella había un tarro lleno de lápices y bolígrafos, y al lado, una carpeta con una docena de folios mecanografiados. Al hojearlos descubrí que se trataba de notas y apuntes sobre la vida de Beatriz Obregón, como si alguien se propusiera escribir su biografía.
      Cada vez más extrañado, cerré la carpeta y cogí uno de los cuadernos que se amontonaban en un extremo del escritorio. Contenía un texto escrito con
caligrafía menuda y apretada. Era un relato de ficción, un cuento, o quizás una novela, no estaba seguro...
      —¿Qué demonios haces aquí? —dijo una voz a mi espalda.
      Di un respingo y me volví en redondo. Violeta estaba en la puerta, con los brazos en jarras y una amenazadora expresión de reproche destellándole en la mirada.
      —Ah, eres tú... —musité, sintiéndome aliviado y, al mismo tiempo, pillado en falta—. Vaya susto me has dado.
      —¿Qué haces fisgando en mis cosas? —insistió ella.
      No había que ser un lince para darse cuenta de que estaba muy enfadada.
      —No sabía que fueran tuyas —me disculpé—. Subí a echar un vistazo y...
      Violeta me arrebató el cuaderno de un manotazo.
      —Pues sí, son mis cosas —dijo—. Y no me gusta que anden metiendo las narices en ellas. Así que ya te puedes ir largando.
      A punto estuve de obedecer sin rechistar, pero ya estaba harto de que mi prima me tratase como a un perro.
      —Oye, ¿te pasa algo conmigo? —pregunté, mirándola fijamente a los ojos—. Ya sé que estoy de más en esta casa, y puede que mi presencia te moleste muchísimo, pero si por mí fuera no estaría aquí, te lo aseguro. Mi padre se puso enfermo y mi madre me obligó a venir. Y ahora, ¿te importaría decirme qué narices te he hecho?
      —Nada...
      —Entonces, ¿qué pasa? Cada vez que no estoy de acuerdo contigo en algo, te pones digna y te dedicas a ignorarme. ¿Tan mal te caigo?
      —No, no me caes mal. Es que...
      Violeta desvió la mirada. Parecía como si en su interior tuviese lugar un tormentoso debate entre el orgullo y la razón.
      —Mis hermanas dicen que tengo mal carácter —repuso al fin—, y debe de ser verdad. Pero es que este lugar es muy especial, ¿sabes?, y no me gusta que entre nadie aquí —esbozó una tímida sonrisa y preguntó—: ¿Tan borde he sido contigo?
      Me encogí de hombros.
      —Hombre, no has sido doña simpatía precisamente. Pero da igual, creo que podré perdonarte.
      —No te he pedido perdón.
      —Ya, eso sería mucho esperar —señalé con un gesto la máquina de escribir—. ¿Es tuya?
      —Sí.
      —¿Te gusta escribir?
      Asintió con un cabeceo.
      —¿Y qué hay en esos cuadernos? ¿Cuentos?
      —Relatos cortos —me corrigió—, apuntes, bocetos y cosas así.
      —¿Has escrito alguna novela?
      —He empezado muchas, pero no he acabado ninguna.
     —Pero cuentos sí... ¿Me dejas leer alguno?
     —Ni hablar —replicó tajante.
     —¿Por qué? Me encantaría leer algo tuyo.
     —Nadie lee las cosas que escribo. Estoy empezando, así que sólo son ejercicios de práctica. ¿Vale?
     —Vale, vale... —observé de reojo la carpeta que estaba junto a la Underwood—. Por cierto, he visto que ahí tienes unos apuntes acerca de Beatriz Obregón.
¿Vas a escribir sobre ella?
     Me dirigió una mirada sombría, como si todavía estuviera molesta porque yo hubiera osado hurgar en sus preciados escritos.
     —Lo estoy pensando —dijo en voz baja—. Ya veremos.
     Volví la cabeza y contemplé el panorama que se divisaba más allá de los ventanales.
     —Beatriz escribió que veía el mar desde un mirador —comenté—. Debía de referirse a este lugar.
     —Supongo que sí —Violeta recolocó todo lo que había sobre el escritorio (como si yo lo hubiera desordenado, cosa que no era cierta) y agregó—: Bueno, vámonos, que aquí no hacemos nada.
     Salimos del mirador y nos dirigimos a las escaleras. No recuerdo que en aquel momento pensara nada en concreto, quizás estuviera divagando sobre Beatriz  Obregón, imaginándomela en aquel torreón, con la mirada perdida en el mar, no lo sé. El caso es que, al pasar frente a la puerta del trastero, se me ocurrió de repente una idea y me detuve en seco.
     —¿Qué pasa? —preguntó mi prima.
     En vez de contestar, abrí la puerta del desván, encendí la linterna e iluminé el interior.
     —Fíjate —dije—: está lleno de trastos.
     —Por eso se llama trastero. ¿Y qué?
     —¿Dónde están las cosas de Beatriz? —pregunté con lentitud, como si reflexionara en voz alta.
     —¿Qué cosas?
     —Su ropa, los muebles de su dormitorio, esa clase de cosas. ¿Dónde están?
     Violeta me contempló de hito en hito y en seguida volvió la mirada hacia el interior del desván.
     —Quieres decir —musitó— que a lo mejor las cosas de Beatriz están en el trastero...
     —Si es que no las tiraron, claro. Aunque, con la cantidad de bártulos que hay, yo diría que en esta casa nunca se ha tirado nada.
     Nos miramos en silencio, como si cada uno esperara que fuera el otro el primero en decir algo.
     —Sería un follón empezar a revolver ahí dentro —señalé yo finalmente.
     —Y mamá pondría el grito en el cielo —asintió Violeta.
     Así que lo dejamos correr.

ACTIVIDADES

• ¿Adónde se dirigen Violeta y Javier?
• ¿Qué nueva información da sobre las flores en la tumba de Beatriz?
• Hay algunas palabras que interesaría que buscaras en el diccionario: cormorán, escafandra, sextante, catalejo y cronógrafo.
• Hay dos datos más que faltaban por aclarar en el mensaje en tinta verde de Beatriz en el libro de Frankenstein: las Herrerías y el Savanna. ¿Qué son?
• ¿Quién es Abraham Bárcena?

 ¿Quién es Braulio Correa? 
 • Busca un sinónimo de cachimba: pipa.
• ¿Recoge todos los datos del capitán del Sadanna?
• ¿Qué nueva teoría tiene Violeta sobre Beatriz y el las Lágrimas de Shiva a la luz de los datos proporcio- dados por Bárcena?
• ¿Qué ocurre el 16 de julio de 1969?
• ¿Dónde solía ir Violeta después de las comidas y las cenas? ¿Qué solía hacer?
• Resume el contenido del capítulo en cinco líneas.
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• Describe tus aficiones _________________________________________________________________
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