6.12.2012

6. LA MANO EN EL ESPEJO

  A veces, después de cenar, daba largos paseos por la playa. El mar es diferente de noche, más misterioso que durante el día, y bajo la luz de la Luna parece fosforescente, como si las negras aguas estuvieran salpicadas de fuegos fatuos.
      Durante la noche, la playa se hallaba vacía, salvo por la ocasional presencia de algún que otro pescador de marea baja, pero a mí me gustaba esa soledad. A lo lejos podía verse el haz intermitente de un faro, y a veces se distinguían en el horizonte las luces de algún barco. Las estrellas eran un dosel de candelas colgado del océano.
      Solía tumbarme en la arena y mirar el firmamento. Entre tanto, pensaba: en mis primas, por ejemplo, en lo diferentes —y a la vez iguales— que eran. Rosa parecía la más madura de las cuatro, la más sensata, pero debía de ser en el fondo una romántica. Margarita era puro fuego, desinhibida e irreverente; sin embargo, le gustaba bordar y eso debía de significar algo, quizá que era un poco más tradicional de lo que ella pensaba. En cuanto a Violeta, a primera vista parecía demasiado seria y engreída, pero su áspera forma de ser escondía en realidad un carácter soñador que, a mi modo de ver, quedaba patente en su secreta ambición de ser escritora. ¿Y Azucena? Nunca hablaba, sólo miraba, pero en sus ojos podía adivinarse una comprensión y una inteligencia del todo insospechadas en una niña de tan sólo doce años de edad. Las cuatro eran muy diferentes, sí, pero sus personalidades parecían complementarias, como si fueran las distintas piezas de un mismo puzzle.
      Aunque no sólo pensaba en mis primas, claro. Cuando estaba allí, tumbado sobre la arena, no podía evitar que mis ojos acabaran recalando en la Luna, y
recordaba que entre ella y la Tierra, viajando a cuatro mil quinientos kilómetros por hora, una pequeña nave espacial estaba a punto de hacer historia. A veces me parecía imposible que yo fuera a ser testigo del primer desembarco humano en otro cuerpo celeste...
      Pero luego recordaba que, en realidad, no iba a ser testigo de nada, pues en Villa Candelaria no había televisión. La convicción de que iba a perderme el
suceso más importante del siglo me sumía en un desánimo que, con el paso del tiempo, acabó por transformarse en taciturna resignación. Finalmente, acabé aceptando que de los ochocientos millones de telespectadores previstos, sólo presenciarían el alunizaje setecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve.
      Por lo demás, los días transcurrieron perezosamente, entre baños en el mar, paseos por la playa y largas tardes de lectura a la sombra de los tamarindos del jardín. Y llegó el fin de semana, y pasó el sábado, y por fin amaneció el domingo, veinte de julio de 1969. Esa noche tendría lugar el alunizaje. Y yo no iba a verlo.
      Y de pronto, aquel domingo por la mañana, sucedió algo totalmente inesperado. Estaba desayunando en la cocina, todavía un poco amodorrado, cuando tío
Luis vino en mi busca para pedirme que le acompañara al salón.
      —Quiero enseñarte algo, Javier.
      Tío Luis tenía un aspecto horrible: lucía unas violáceas ojeras y una barba de varios días le ensombrecía el mentón. A pesar de ello, parecía feliz y orgulloso de sí mismo. Apuré mi café con leche de un trago y le seguí. No vi nada anormal cuando entramos en el salón, hasta que al cabo de unos segundos advertí que junto a la chimenea había... algo. Al primer vistazo no pude adivinar lo que era. Parecía un cajón de vino al que le hubieran adosado varios interruptores (de hecho, en uno de sus costados podía verse el rótulo de «Domeq»), Pero luego me fijé en que aquella caja de tosca madera tenía una pantalla. Una pantalla de televisión.
      —¡Es una tele! —exclamé.
      —La he construido yo —asintió mi tío con aire de hombre satisfecho—. Como querías ver el alunizaje...
      Así que por eso había permanecido tío Luis tanto tiempo encerrado en su taller. Sentí una oleada de agradecimiento que, al observar con más detalle la patente tosquedad de aquel aparato, no tardó en convertirse en recelo.
      —¿Funciona? —pregunté.
      —Claro que sí —respondió tío Luis, un poco ofendido—. Al menos, en teoría. Se enciende y se oye, pero como aún no tiene antena, sólo he captado estática. Eso sí: una estática excelente.
      —¿Y la antena? —musité, temiendo que mi tío se hubiera olvidado de aquel pequeño detalle.
      —Tranquilo, he construido una.
      No vale la pena extenderse en el proceso de instalación de la antena. Tío Luis subió al tejado llevando consigo un extraño armatoste confeccionado con varillas y alambres, tendió unos cables hacia el ventanal del salón y, tras estar un par de veces a punto de caerse, fijó la antena al techo. Luego, llegó el turno de orientarla. Yo me quedé abajo, contemplando la pantalla cuajada de nieve electrónica y comunicándole a gritos a mi tío —que permanecía en el tejado— lo que veía en el
televisor. ¿Y qué veía? Nada.
      Tras varios intentos infructuosos, sentí una punzada de pánico. ¿Y si aquel trasto fuera incapaz de sintonizar algo distinto a una tormenta de nieve? De pronto, tras numerosos y baldíos esfuerzos, en la pantalla se insinuó una imagen borrosa, y una musiquilla comenzó a sonar en los altavoces. Poco después, como por arte de magia, todo adquirió repentina nitidez y vi con claridad a un muñequito de dibujos animados que decía: «A mí plin, yo duermo en Pikolín.» Era un anuncio de colchones.
      Tío Luis, tan orgulloso como Núñez de Balboa después de descubrir el Pacífico, convocó a su mujer y a sus hijas para que contemplaran aquel portento que había construido. Rosa y Violeta felicitaron efusivamente a su padre. Margarita echó pestes de la televisión, calificándola de instrumento de propaganda imperialista.
Azucena contempló la pantalla con desconcierto, sin decir nada, y tía Adela se limitó a comentar lo feo que quedaba aquel trasto en el salón. Pero, en general, ninguna de ellas le hizo demasiado caso y no tardaron en desentenderse del asunto y volver a sus quehaceres.
      Por el contrario, tío Luis se quedó toda la tarde sentado frente al televisor, contemplando con aire abstraído —y más tarde atónito— desde la carta de ajuste a las imágenes en blanco y negro que danzaban en la pantalla, creo yo que más interesado en el aparato en sí que en los programas que transmitía. Fuera como fuese, mi tío pasó varias horas seguidas viendo la televisión, hasta que tía Adela le llamó. Entonces, se incorporó, se frotó los ojos y me dijo:
      —La televisión no dice más que bobadas, pero es hipnótica —le echó un último vistazo al aparato, se rascó la cabeza y, antes de apagarlo, agregó—: ¿Sabes?, creo que la tele es el único móvil perpetuo que existe. Siempre emitirá programas y siempre habrá gente contemplándolos, por toda la eternidad. Da un poco de miedo, ¿no te parece?
                                                                                  ***
      La nave espacial Apolo XI pesaba cuarenta y cinco toneladas y estaba compuesta por tres elementos esenciales: la cabina de mando Columbia, en la que viajaban los astronautas, el módulo de servicio, donde estaban los motores que propulsarían la nave de regreso a la Tierra, y el módulo de exploración lunar, llamado Eagle, que era el vehículo de desembarco.
      Después de dar catorce vueltas y media a la Luna, el Eagle se separó de la nave e inició en descenso hacia el satélite. En el módulo lunar viajaban Neil Armstrong y Edwind Aldrin. A bordo del Columbia quedó Michael Collins, que permanecerían en órbita a la espera de que sus compañeros regresaran de la superficie lunar.
      Siempre me pareció que Collins era un pringado. El pobre tipo hizo el viaje como los demás, recorrió cada uno de los trescientos ochenta mil kilómetros que nos separan de nuestro satélite, y luego, cuando tuvo la Luna al alcance de la mano, a menos de doscientos kilómetros de distancia, se vio obligado a quedarse en el módulo de mando, dando vueltas como un idiota mientras sus compañeros de viaje descendían al satélite y ascendían a la gloria. Debió de sentirse igual que Moisés, con un palmo de narices a las puertas de la tierra prometida.
      El alunizaje en el Mar de la Tranquilidad sufrió un inesperado percance. En el último momento, Armstrong se dio cuenta de que el módulo lunar iba a posarse en un cráter lleno de piedras, así que tuvo que usar el control manual para desplazar la nave hacia un lugar seguro. Una vez que el Eagle se hubo aposentado sobre el polvoriento suelo de la Luna, el comandante de la nave desconectó los motores y colocó los mandos en posición de despegue rápido, por si las moscas. Luego, los dos astronautas comenzaron a prepararse para lo que había de ser el primer paseo lunar de la Historia.
      Pero eso aún tardaría unas horas en suceder. Todos —mis tíos, mis primas y yo— estábamos congregados frente al televisor que había construido tío Luis. Tras el alunizaje, tía Adela sirvió una cena fría a base de quesos y fiambres. Mientras comíamos, Margarita no pudo resistirse a ofrecernos su particular versión del acontecimiento:
      —Esto es una gigantesca campaña política. Empezaron los rusos poniendo en órbita el Sputnik, y luego siguieron dándoles palos a los yanquis cuando Yuri Gagarin realizó el primer vuelo espacial tripulado. Entonces, Kennedy se cabreó como un mono y decidió ganarle la carrera espacial a los soviéticos haciendo algo gordo. ¿Y qué es lo más gordo que podía hacerse? Poner a un hombre en la Luna. Pero no a un hombre cualquiera, claro: tenía que ser yanqui, rubio y de ojos azules. ¿Cuántos negros han ido al espacio? Ni uno.
      —Casi ni les dejar subir a los autobuses —comentó tío Luis, absorto en los anuncios de la televisión—, así que de permitirles tripular un cohete no hablemos...
      —¿Sabéis cuánto ha costado llegar a la Luna? —preguntó Margarita, enardecida por su propia elocuencia—. Dos billones de pesetas. ¡Dos billones! ¿Os imagináis la cantidad de cosas que podrían hacerse con ese dinero en el Tercer Mundo?
      —Pero gracias al programa espacial se han producido muchos avances para la humanidad —protesté.
      —Para la humanidad no, primito, para los yanquis. No te engañes, el programa Apolo sólo es una campaña de publicidad destinada a mostrarle al mundo la supremacía del bloque capitalista sobre el bloque comunista. Y lo más irónico de todo es que la idea fue de Kennedy, pero ha sido el hijo puta de Nixon...
      —¡Niña! —la reprendió su madre.
      —Ha sido el cerdo de Nixon —prosiguió Margarita— quien se ha llevado el gato al agua. ¡Ese fascista! —señaló la televisión con un gesto despectivo—. Y nosotros aquí, tragándonos sin pestañear esa basura imperialista...
      Supongo que todos estaban acostumbrados al ímpetu revolucionario que, de vez en cuando, poseía a Margarita, y que esa experiencia les aconsejaba no
enredarse en discusiones, porque al virulento alegato de mi prima le siguió un profundo silencio. Yo estaba en total desacuerdo con ella, pues por aquel entonces
creía —y aún lo pienso— que el espacio exterior es una meta natural para la humanidad. Sin embargo, en aquella ocasión no encontré las palabras necesarias para rebatir sus argumentos, y tuvo que ser otra persona, mi prima Rosa, quien lo hiciera.
      —Ahora que lo mencionas, Marga —dijo con voz pausada—, he recordado un discurso de Kennedy. Hablaba sobre los motivos para ir a la Luna, y decía que la única razón era la que había dado Mallory, el alpinista, cuando le preguntaron por qué quería escalar el Everest: «Porque está ahí.» Pues ésa es la razón para ir a
la Luna, porque está ahí, y porque los humanos somos unos seres tan curiosos que siempre queremos llegar más allá de donde estamos. Ahora hay dos hombres en la Luna, y poco importa cuál sea su país, o su raza. O su política, porque por encima de todo representan a la especie humana.
      Margarita abrió la boca para rebatir a su hermana, pero volvió a cerrarla al instante. Frunció el ceño, carraspeó y optó por salirse por la tangente.
      —Tú misma lo has dicho —le espetó—: hay dos hombres en la Luna. ¿Y por qué ninguna mujer? ¿Cuántas mujeres han ido al espacio?
      —Valentina Tereshkova —respondí al instante (yo sabía mucho sobre el espacio) y agregué—: Tripuló el Vostok—6 en 1963.
      Margarita me miró de reojo.
      —Pero no era yanqui —replicó—, sino rusa socialista. ¿Ves como tengo razón?
      Así era mi prima: siempre tenía que decir la última palabra.
      Más tarde, ya entrada la madrugada, las imágenes del televisor mostraron cómo el comandante Armstrong, embutido en su blanco traje espacial, abandonaba el Eagle, descendía por una corta escalerilla y pisaba el suelo lunar. «Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad», dijo. La frase
sonaba demasiado rimbombante, pero, dada la magnitud de lo que estaba ocurriendo, creo que cualquier otro comentario hubiera sonado igual de tonto. Unos minutos después, Aldrin salió del módulo y se unió a Armstrong en la tarea de instalar diversos instrumentos sobre la superficie lunar y tomar muestras de minerales.
      Estuve dos horas y media contemplando las evoluciones de los astronautas. Me asombraba verlos desplazarse dando saltitos, como a cámara lenta (pues la gravedad de la Luna es un sexto de la terrestre). Me fascinaba aquel paisaje lunar, árido y solitario. Me maravillaba estar viviendo, aunque fuera por la tele, una experiencia tan semejante a las novelas de ciencia ficción que tanto me gustaban. Yo había leído El hombre que vendió la Luna, de Heinlein, o Los primeros
hombres en la Luna de Wells, o los dos álbumes en que Tintín y Haddock viajan a nuestro satélite, y ahora esas fantasías se estaban convirtiendo en realidad ante
mis ojos.
      Pero no todos compartían mi entusiasmo. En cuanto Armstrong desplegó una bandera de Estados Unidos, Margarita, mascullando algo entre dientes, se fue a su cuarto; tía Adela no tardó en quedarse dormida en el sillón, y poco después se retiraron Rosa y Azucena. Así que sólo permanecimos frente al televisor tío Luis, Violeta y yo. Y en algún momento, no recuerdo cuándo, advertí por el rabillo del ojo que Violeta no miraba a la pantalla, sino a mí, fijamente, como si intentara desentrañar lo que me pasaba por la cabeza. Debía de pensar, imagino, que yo era un bicho raro.
      Finalmente, Armstrong y Aldrin regresaron al módulo lunar para descansar unas horas antes de despegar hacia el Columbia, y la retransmisión concluyó.
Mientras sonaban las notas del himno nacional sobre una fotografía de Franco, tío Luis apagó el televisor y bostezó ruidosamente al tiempo que se desperezaba.
Poco después, todos nos fuimos a dormir.
      Yo tardé mucho en conciliar el sueño. Aquellas imágenes en blanco y negro, tan poco definidas, tan llenas de parásitos y estática, se me habían quedado
grabadas en la memoria. Tras dar muchas vueltas en la cama, me levanté, abrí la ventana, alcé la vista, contemplé el firmamento y pensé que algún día mis hijos, o mis nietos, o los nietos de mis nietos, viajarían a las estrellas.
      Sencillamente, porque están ahí.
                                                                                  ***
      He mencionado varias veces el lento ritmo de la vida en Villa Candelaria, la calma que se respiraba entre las paredes de aquel viejo caserón. Allí nadie parecía tener pisa, nadie alzaba la voz ni provocaba conflictos. Sin embargo, todo eso habría de cambiar radicalmente durante los siguientes días, cuando el hogar de los Obregón sufriera las sacudidas de un seísmo que había comenzado sesenta y ocho años atrás.
      Pero antes sucedió algo que es preciso relatar. La mañana siguiente al alunizaje me desperté un poco más tarde de lo habitual, pero no demasiado, pues quería presenciar el despegue del Eagle. Cuando llegué al salón, tío Luis ya estaba sentado frente al televisor, todavía en pijama y con la mirada perdida en las imágenes que brotaban del tubo catódico. Juntos vimos en despegue: la cámara mostraba un plano general del módulo lunar, que parecía una araña cabezona. Al llegar al final
de la cuenta atrás, la cabeza de la araña salió echando mixtos hacia arriba y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció de cuadro. La verdad es que fue un poco decepcionante.
      Aquella tarde fui a la playa con Violeta y Azucena. Estaba cansado, así que me tumbé en la toalla y, dejándome acunar por los tibios rayos del sol, intenté
dormir un rato. No pude, tenía la sensación de que alguien me miraba. Abrí los ojos, y allí estaba Azucena, sentada sobre la arena, mirándome fijamente.
      —¿Qué miras? —pregunté.
      Ella se encogió de hombros.
      —¿Es que no piensas hablarme nunca?
      Volvió a encogerse de hombros.
      —¿Por qué no vas a buscar cangrejos? —sugerí.
      Esta vez no hubo encogimiento de hombros, ni ninguna otra clase de respuesta. Azucena se limitó a permanecer inmóvil e impasible, con sus enormes ojos clavados en mí. Suspiré, resignado a olvidarme de echar una cabezadita, y me levanté para darme un baño en las heladas aguas del Cantábrico, preguntándome interiormente, mientras me dirigía a la orilla, si aquella niña no sería un poco autista o si, sencillamente, disfrutaba poniéndome nervioso.
      Regresamos a casa a última hora de la tarde. Como estaba lleno de arena y tenía el pelo pringoso de salitre, fui directamente al cuarto de baño, abrí el grifo, me desnudé y, cuando la bañera comenzó a llenarse de nubes de vapor, me metí bajo la ducha y estuve largo rato enjabonándome, disfrutando de la agradable sensación del agua caliente corriéndome por la piel.
      Entonces, sobreponiéndose a los olores del gel y del champú, percibí un delicado perfume, un sutil y familiar aroma a nardos.
      El corazón me dio un vuelco. Con todo aquel asunto del alunizaje, me había olvidado por completo de que un maldito espíritu, o presencia, o ente, o lo que demonios fuese, rondaba por Villa Candelaria. Pero ahora olía a nardos, y eso significaba que aquella cosa estaba ahí, muy cerca.
      El pulso me temblaba cuando cerré el grifo. Tendí una mano hacia la cortina de la bañera, pero no reuní el valor necesario para correrla. ¿Qué había al otro lado? No se oía nada, salvo el rítmico tabaleo de las gotas de agua que pausadamente se desprendían de la ducha, pero el olor a nardos era cada vez más intenso. Haciendo de tripas corazón, aparté un poco la cortina y atisbé por la rendija. Di un brinco. Había algo, una especie de presencia neblinosa.
      No. Sólo era vapor. Respiré aliviado y corrí la cortina.
      En el cuarto de baño no había nadie, no había nadie. Sacudí la cabeza, aliviado... Y entonces, con un estremecimiento, vi el espejo. Estaba empañado y alguien o algo, un dedo invisible, había escrito un nombre sobre el vaho del cristal.
      «Amalia».
      Salí lentamente de la bañera y me quedé mirando aquellas seis letras trazadas en el espejo empañado. Durante unos segundos fui incapaz de pensar o hacer
nada. De repente, salí del estupor y eché a correr hacia la puerta. Afortunadamente, antes de abrirla recordé que estaba desnudo, así que me enrollé una toalla a la cintura y corrí en busca de Violeta. La encontré en su dormitorio. Jamás la he visto tan sorprendida como cuando me vio aparecer medio desnudo, chorreando agua y lleno de jabón.
      —¿Qué haces? —preguntó—. Estás mojando el suelo.
      —¡Tienes que ver algo! —la interrumpí, muy excitado—. ¡Vamos, date prisa!
      —Pero, ¿qué...?
      —¡Déjate de peroqués! ¡Venga, que se va a desempañar!
      La conduje casi a empujones al cuarto de baño y le mostré el espejo. Auque el nombre trazado en el vaho había comenzado a difuminarse, todavía era
claramente legible.
      —Yo estaba en la ducha —expliqué apresuradamente—, y al salir me encontré con esto...
      Violeta alzó un poco la cabeza y olfateó el aire. Aunque muy tenue ya, aún podía percibirse el fantasmal perfume.
      —Nardos... —murmuró mi prima; luego, contempló de nuevo el nombre escrito en el espejo y agregó—: ¿Quién es Amalia?
      —¡Y yo qué sé! Eso mismo iba a preguntarte.
      Violeta se encogió de hombros.
      —No conozco a ninguna Amalia. Pero cada vez está más claro que Beatriz quiere decirnos algo.
      —¡Y dale! —exclamé de mal humor—. ¡Qué manía ésa de comunicarse matándome a sustos! Además, ¿por qué estás tan segura de que es Beatriz? Podría ser
el diablo, ¿no? A lo mejor hay algún endemoniado en la casa. Tu hermana pequeña, por ejemplo; esa niña es muy rara.
      —No digas chorradas. Es Beatriz y quiere algo de nosotros, pero, ¿qué? ¿Y quién es esa Amalia? —respiró hondo—. Tenemos que hablar. Ven a mi cuarto.
      Echó a andar hacia su dormitorio y yo comencé a seguirla, pero ella me contuvo con un gesto.
      —Sería mejor que antes te secaras —sugirió—. Y estás muy mono así, medio en pelotas, pero deberías vestirte.
                                                                                    ***
      —Creo que he descubierto la clave de lo que está pasando.
      Violeta, de pie junto al ventanal de su cuarto, dejó la frase en suspenso, como si estuviera escribiendo uno de sus cuentos y quisiera reforzar el relato con una pausa dramática.
      —¿De qué puñetera clave hablas? —pregunté.
      —De ti —contestó ella, muy seria.
      —¿De mí? ¿Qué tengo yo que ver con los fantasmas de la familia?
      —Nada, pero... —a través de los cristales, Violeta contempló el patio trasero, ahora tenuemente iluminado por las últimas luces del ocaso—. Supongamos que existen los fantasmas —prosiguió—, y supongamos que hay un fantasma en Villa Candelaria.
      —No tiene por qué ser un fantasma —la interrumpí—. Quizá sea eso que llaman... poltergeist, creo. Casas encantadas, ya sabes: ruidos, voces, objetos que se mueven solos y cosas así. Antes se creía que era cosa de fantasmas, pero luego se descubrió que esos fenómenos los provocaba algún habitante de la casa, por lo general adolescentes. ¡Como tu hermana pequeña! Estoy seguro de que esa niña...
      —Qué pesado te pones —me interrumpió—. Azucena sólo es un poco tímida, ¿vale? No tiene nada que ver con esto. Ahora, déjate de tonterías y supongamos que hay un fantasma en la casa. Lo que está claro es que no todo el mundo puede notar su presencia. De hecho, hasta que llegaste tú, sólo yo podía verlo.
      —Bueno, ¿y qué?
      —Dicen que hay personas más dotadas que otras para percibir los fenómenos sobrenaturales. Yo lo estoy, pero tú mucho más.
      —¿Y eso por qué?
     —Porque hasta ahora yo sólo había olido el perfume a nardos, o escuchado pasos. Como mucho, había visto sombras y reflejos raros. Pero, de repente, llegas tú y se mueven los libros y aparecen palabras escritas en los espejos. Eso jamás había pasado. Es como si tu presencia aquí le diera fuerzas para manifestarse —hizo una pausa y concluyó—: Beatriz quiere que averigüemos lo que le sucedió.
      —Pero si no estamos seguros de que sea Beatriz —protesté con desánimo—. ¿Tú la has visto? Pues yo tampoco, salvo la falda de su vestido, y ni siquiera
estoy seguro de lo que vi. Podría ser cualquier cosa, las enaguas de María Antonieta, por ejemplo. Lo que tenemos que hacer es buscar un exorcista, un brujo o algo así.
      Bromeaba, claro, pero Violeta ni siquiera sonrió.
      —Es Beatriz —insistió con gravedad—; estoy segura, Javier, es ella. Quiere contarnos lo que le sucedió, pero por alguna razón no puede, así que nos da pistas para que lo averigüemos nosotros.
      —¿Qué pistas?
      —Que esperaba un barco, el Savanna. Y ahora nos ha dado un nombre: Amalia.
      —¿Y quién demonios es Amalia? Porque ésta es otra: si ese fantasma tuyo quiere darnos pistas, podría hacerlo mucho mejor. ¿Amalia qué? Hubiese sido un detalle decirnos el apellido; pero no, claro, los espíritus tienen que ser misteriosos. Amalia, Amalia... Debe de haber miles de Amalias.
      —Ya lo averiguaremos, Javier; ahora olvídate de eso —Violeta se acercó a mí—. Tengo que hacer algo —dijo en tono confidencial—, y necesito tu ayuda.
      —¿Para qué? pregunté con desconfianza.
      —Pues... —titubeó—. Es por lo que dijiste el otro día sobre el desván. Creo que tienes razón. Cuando Beatriz desapareció, sus familiares tuvieron que hacer algo con sus cosas. Quizá las tiraron, pero también es posible que las guardaran.
      —En el trastero.
      Sí. Además, ¿no dices que viste el vuelo de una falda en las escaleras? Pues esas escaleras llevan al trastero, así que Beatriz quería decirnos que fuéramos allí.
      —Y tú quieres que nos pongamos a revolver en ese cuartucho polvoriento lleno de chismes, arañas y ratas, ¿verdad?
      Violeta sonrió con inocencia y asintió. Y yo, de repente, me sentí muy, pero que muy deprimido.

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